Le debo a mi buen amigo Ángel, el mejor recitador de Cuéllar y de toda la tierra de Segovia, el conocimiento de este magnífico poeta que es de Vegafría, un pueblito segoviano recogido en su silencio (que diría el padre Sopeña), en donde regenta un hotel rural. David con cada libro consigue un premio, pero no cualquier premio, sino el Premio Nacional de Poesía Fundación Cultural Miguel Hernández, que ganó en 2009, o el Premio Hiperión que ganó en el 2010 con El peso que nos une, el libro que he leído y que me ha encantado. Poetam habemus in Castella nostra et in multos annos sit. Me gusta este poema que describe con mucha emoción un pueblecito castellano como el que habita nuestro buen amigo David. Cualquier día me llego hasta su pueblo y, tomándonos unos vinos, hablamos de poesía y de otras cosas importantes.
PUEBLO CASTELLANO
La torre de la iglesia como el mástil
erguido de un velero
despuntaba en un mar de sementeras.
A su abrigaño el pueblo sesteaba.
Enfermaron de frío las palabras
y los sueños. Sólo de alguna débil,
escasa chimenea ascendía
un reguero de humo perezoso
como un recuerdo lento.
Ella reconoció
el roce de febrero en los pulmones.
Llegó de abotonar
los surcos de un pasado fronterizo.
Con sus pasos azules
zigzagueó las calles polvorientas,
se sentó junto al tronco de la olma
y acarició la tierra con sus manos.
No sé qué pasa con el sol de invierno
que abre zanjas de risa en el vacío
y le pone corchetes al silencio.
Un viento suplicante, igual que una
torpe interrogación, serpenteaba,
¿qué quedará de ti cuando hayan vuelto
a sus escaramuzas los vencejos?
Silva el agua lejana de la acequia.
En su lecho de musgo el pueblo duerme.
Ella lo ve y sonríe,
como en todas las cosas de la vida
a fuerza de pasar el tiempo tuvo
una vaga intuición:
que el mundo no terminará en nosotros.
Ella cerró los labios
para que el sueño todo le cupiera.
La torre de la iglesia como el mástil
erguido de un velero
despuntaba en un mar de sementeras.
A su abrigaño el pueblo sesteaba.
Enfermaron de frío las palabras
y los sueños. Sólo de alguna débil,
escasa chimenea ascendía
un reguero de humo perezoso
como un recuerdo lento.
Ella reconoció
el roce de febrero en los pulmones.
Llegó de abotonar
los surcos de un pasado fronterizo.
Con sus pasos azules
zigzagueó las calles polvorientas,
se sentó junto al tronco de la olma
y acarició la tierra con sus manos.
No sé qué pasa con el sol de invierno
que abre zanjas de risa en el vacío
y le pone corchetes al silencio.
Un viento suplicante, igual que una
torpe interrogación, serpenteaba,
¿qué quedará de ti cuando hayan vuelto
a sus escaramuzas los vencejos?
Silva el agua lejana de la acequia.
En su lecho de musgo el pueblo duerme.
Ella lo ve y sonríe,
como en todas las cosas de la vida
a fuerza de pasar el tiempo tuvo
una vaga intuición:
que el mundo no terminará en nosotros.
Ella cerró los labios
para que el sueño todo le cupiera.
David Hernández Sevillano
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