He leído a Lorenzo Oliván porque vi, en la reseña, que era
de Castro y, para mí, ser de Castro es ya un punto a favor. Me encanta esta
bella ciudad marinera de la costa cantábrica hasta la que me llegue un día
oyendo en el coche la séptima de Bruckner. Me encanta su casco antiguo para ir
a tomar chiquitos y siento que se haya convertido en una ciudad dormitorio de
Bilbao, pero lo que llaman desarrollo es un atropello urbanístico en muchas
ocasiones. De Castro era Ataúlfo Argenta, el gran director de música, que se
nos fue tan joven. Pero en fin, se supone que quería hablar de Oliván y
contaros lo que he sentido al leer su libro. Oliván fue premio Loewe, ese
premio en el que anda Jaime Siles, y ha tenido varios premios más. Ya os digo
que me puse a leerlo y que se me fue la mente a las playas de Castro, a la música
de Bruckner, a la cercanía del Botxo con sus anchos de San Filippo en el bar La
Viña. Y me vi paseando por ese paseo tan elegante que tiene castro. Pero ya
veis, no me consigo centrar y hablar de la poesía de Oliván. Veamos, quiero
deciros que el libro está bien, que ha ganado su autor premios como el Loewe,
esos señores que se dedican a la fabricación de bolsos y carteras de lujo, en
las que llevan los ministros del Reino sus importantes papeles; que ha tenido otros premios y que escribe bien
porque, si no, no hubiera ganado tantos premios de esos que se reparten entre
los amiguetes de la casta, más hartos de hacer pasillos que un bedel de
ministerio. Pero sigo sin hablar del poeta, pero es que es tan bonito Castro y tiene esas
playas y se toman unos chiquitos tan maravillosos en su casco viejo, lleno del
olor del mar. En fin…
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