El día
16 de febrero, he oído cantar por primera vez al mirlo este año. Antes he tenido
como sospechas, como falsas audiciones, pero el lunes su canto era diáfanamente
claro rompiendo la madrugada de este mes tan variable y tan orate. Y un mirlo
lleva a otro mirlo y vuelve a sonar en mis oídos el mirlo que cantaba allá en
Madrid en el jardín del Colegio Alamán o los mirlos de Cangas de Onís o de
Comillas. Su voz anuncia la luz que ya va avanzando, alborada a alborada; esa luz que va dando la
esperanza de la primavera de los almendros en flor. Recuerdo aquellos versos de
unos Goigs que se cantan en la
Iglesia de Castelló de Ampurias y que, cuando estuve allá en mi adolescencia,
me impresionaron sobremanera y que me han servido como canto de febrero:
Quan l’hivern amb son regnat
a la seva fí ja toca
i ufaneja al camp el blat
i l’avellaner ja floca,
Vos veniu Flor de Febrer,
odorant, primicera.
Blanca Flor, com d’ametller,
Mare de Déu Candelera.
Y retornan a mis recuerdos aquellas tardes en la casa de
López de Hoyos cuando en la habitación de la abuela la luz se iba quedando un
poquito más cada día quizás para oler aquella botellita de Álvarez Gómez que guardaba
en la repisa del cubre -radiador. Y
aquellos días en que ya parecía que el verano estaba tan cercano porque ya se
notaba calor en las aulas de la facultad y había que abrir las ventanas. Claro
que luego venía Paco con la rebaja y volvía el frío y el tiempo, como decía
abuelo Luis, no asentaba. Y sin asentarse estaba hasta el cuarenta de mayo en
que ya, por fin, nos quitábamos el sayo.
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