Hace
ya algunos años, mi buena amiga María Ángeles Valencia se extrañaba de que el
más ilustre representante de la Ilustración española fuese un cura. Frente a un
Voltaire de los franceses, los españoles teníamos a un benedictino gallego había
profesado durante más de cincuenta años en Oviedo. María Ángeles lo decía
porque consideraba nuestra Ilustración como menoscabada al recaer en un fraile
el ser su abanderado. Pero mi buena amiga filósofa estaba en un craso error porque este gallego nacido en
Casdemiro, Orense, el 8 de octubre de 1676 y que estudió en el colegio que los
benedictinos tenían en San Salvador de Lérez, en mi muy querida Pontevedra, tal
y como dice Ramón Pérez de Ayala, “combatió la rutina intelectual, el embeleco
científico y la superstición aristotélica”. Y nos sólo aristotélica, don Ramón,
sino de cualquier tipo en una España en donde la superstición campaba a sus
anchas y en donde la filosofía se había convertido en una jerga escolástica.
Pues bien, “este ciudadano libre de la república de las letras”, como se
llamaba a sí mismo, dotado de una inteligencia viva y de una sensibilidad
delicada, supuso una candela encendida en aquella España de la nigromancia. El
doctor Marañón le dedicó un trabajo y Azorín lo califica de “rebelde en el
sentido de no aceptar los convencionalismos de su tiempo y de su ambiente”.
Merece la pena una relectura de sus obras en esta España en la que faltan los
rebeldes con causa y los probos como lo fue él que , pese a que le ofrecieron
en ocasiones pingües prebendas, nunca las aceptó. Todo un ejemplo de vida para
los tiempos que corren.
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