P. Vergilius Maro Mantuanus parentibus modicis fuit
ac praecipue patre, quem quidam
opificem figulum,
plures Magi cuiusdam viatoris initio mercennarium,
mox ob industriam generum
tradiderunt,
egregiaeque substantiae silvis coemendis
et apibus curandis auxisse reculam.
SUETONIUS – Vita Vergilii
Si no me
hubiera encontrado con Augusto en Atenas, hubiera seguido mi viaje, pero quisieron
los dioses que me encontrara con él y que juntos fuéramos a visitar Mégara. El
sol del mediodía era abrasador y mi salud nunca ha sido buena por culpa de mi
estómago. Me embarqué con Octavio e hice con él el viaje hasta Bríndisi, un
viaje casi eterno en el que padecía un mareo casi constante por mi enfermedad y
por el mal estado de la mar. Ahora, sentado a la en esta sombra de una frondosa
haya, recuerdo mi vida que ha pasado como un soplo del viento ligero y sutil de
la primavera.
Nací
en Andes, un pequeño pueblo no lejos de Mantua. Mi padre era alfarero y de él
aprendí a modelar mis poemas porque las palabras son también un barro sagrado
que hay que modelar con delicadeza. Estudié en Mantua, en Cremona y en Milán y,
poco después, fui a Roma. En la gran ciudad empecé padecer del estómago y de la
garganta y, algunos días, escupía sangre. Era y soy terriblemente vergonzoso y, teniendo ya
algo de fama por mis poemas, cuando alguien me señalaba por la calle, me
escondía corriendo en la entrada de alguna casa cercana. Por eso me pasé mi
vida en la Campania y en Sicilia, porque la gente me asustaba y, en especial,
las mujeres; por eso, me apodaron “el virginal” aunque también jugaron con mi
nombre y me atribuyeron una afición a los placeres sexuales que nunca tuve pues
algunos hacían derivar mi cognomen de verga como si yo hubiera sido alguna vez como
aquel Mentula del que hablaba Catulo.
Un
día, siendo estudiante, tuve que defender una causa para poder terminar mis
estudios de retórica. Fue un desastre porque mi lengua se trababa y los que
tuvieron la desgracia de escucharme pensaron que era un ignorante que se había
metido por error en el tribunal, tal era mi discurso de lento y torpe. Sin
embargo, cuando recitaba, mi voz era firme y suave a la vez y mis versos,
leídos por mí, llenaban los auditorios y vivían en el aire. Julio Montano, un
poeta, decía que, si algo pudiera robarme, me robaría la voz, esa voz que hacía
que tan sólo conmigo mis versos sonaran con el dramatismo que había dejado
impreso en ellos.
Mi
manera de escribir era muy lenta. Por la mañana, meditaba mis versos y los
dictaba a mi secretario; durante el resto del día los repasaba y revisaba una y
otra vez de tal manera que, al llegar la noche, de lo que había escrito tan
sólo quedaban tres o cuatro versos. Un amigo me dijo en una ocasión que parecía
una osa que, tras parir a los oseznos, los lame una y otra vez. Así compuse las
Geórgicas y las Bucólicas, pero cuando me encargó Augusto La Eneida, cambié de
costumbres y decidí redactarla primero en prosa y más tarde en verso. Así lo
hice y cuando estaba pasando el texto en prosa a verso, a veces, me ocurría que
me quedaba sin la inspiración para redactar los hexámetros, pero no paraba:
dejaba uno versos, a los que llamaba tibicines,
puntales, y después, más tranquilo, colocaba las columnas definitivas que
sujetarían mi obra.
Sexto
Porpercio, al leer lo que llevaba escrito, dijo:
Cedite,
Romani scriptores, cedite Grai
nescio
quid nascitur maius Iliade.
es decir, ¡ceded, escritores romanos,
ceded, escritores griegos,
no sé qué escrito mayor que la
Iliada está naciendo!.
Tal
era la expectación que el propio Augusto, lejos de Roma por la guerra contra
los cántabros, me pidió un adelanto de la obra. Tan pronto como vino a Roma, le
recité tan sólo los libros segundo, cuarto y sexto. En aquella recitación, estaba
Octavia y, al recitar esos versos dedicados a su hijo Marcelo, muerto a muy
temprana edad, “tu Marcellus eris”, “tú, Marcelo serás” cayó desfallecida y
costó trabajo sacarla del desmayo.
Mi
obra no está acabada; mi Eneida no está concluida; istud quid maius Iliade tiene errores y versos incompletos. He
pedido a Vario y a Tuca que la quemen. Ésa es mi última voluntad, ése es el
último favor que os pido, amigos.
Aquí,
a la sombra de esta frondosa haya, he comenzado a sentir frío, como si una
fiebre helada y ardiente a la vez fuera capturando mis miembros. Mis ojos se
llenan de niebla, de la misma niebla que recuerdo de mi infancia en aquella
aldea de la llanura del Po, como si estuviera regresando a aquella niñez feliz
en la que el olor del barro con el que trabajaba mi padre ocupaba toda la casa.
Mantua
me genuit, Calabri rapuere, tenet nunc Parthenope.
Cecini
pascua, rura, duces.
No quiero más epitafio que éste
en el que en dos versos cuento mi vida:
Mantua me engendró, los calabreses
me arrebataron, ahora me tiene
[Parthenope.
He cantado a los pastos, a los
campos, a los caudillos.
Así dejo
constancia de mi lugar de nacimiento, del lugar en donde de seguro voy a morir
y del lugar en donde quiero ser sepultado. Después, viene mi obra resumida
en tres sencillos afanes: mis pastores,
los campos y los héroes a los que canté.
Me
basta así; me bastan estas palabras
sencillas para un niño pobre que nació en la casa de aquel alfarero de Andes.
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