EL MAR
Ἑπει δὲ οἱ πρῶτοι
ἐγένοντο
ἐπὶ τοῦ ὄρους,
κραυγὴ πολλὴ ἐγένετο·
“Θάλαττα, θάλαττα”
jenofonte – Anábasis
La mer, la mer,
toujours recommencée
O
récompense après une pensée
qu’un
long regard sur le calme des dieux !
Le cimetière marin- Paul Valery
Ya era
mucho tiempo sin ver el mar, sin escuchar el mar, sin oler el mar y nosotros
éramos gentes del mar, gentes que llevaban el salitre en su sangre, gentes que
dejaban la esteva del arado y se embarcaban para la guerra o para establecerse
en lejanas colonias. No podíamos entender la vida sin ese olor que todo lo
inunda cuando la marea baja deja en las playas su cargamento de conchas y
caracolas. El mar también era para nosotros un camino que nos llevaba hasta
aquellas islas que, diseminadas por el viento como pequeñas semillas, habían
crecido en el seno insondable que de aquel territorio que gobernaba Poseidón,
señor del mar y de las corrientes de agua por antiguo sorteo con sus hermanos Hades Zeus.
Corría
el año 404 a.C. cuando Artajerjes II subía al trono de Persia, ese enorme
imperio que, desde hacía algunos siglos, nos había amenazado porque, para
nosotros, los griegos, el peligro llegaba desde donde el sol salía. Tres años después, su hermano Ciro, sátrapa de
Asía Menor, se había levantado en armas
para arrebatarle el trono de Persia. De
nada valió que Tisafernes, un sátrapa fiel a Artajerjes, le enviara mensajeros al gran rey para notificarle
la rebelión fraterna pues, apoyado por Parisatis, madre de ambos hermanos, se
hizo fuerte en Sardes, ciudad muy lejana de la capital del imperio que regía su
hermano y hasta la que los mensajeros gastaban varios días fatigando los
caballos y renovándoles en casas de postas. Ciro buscó entonces la ayuda de las
ciudades jónicas y, sobre todo, la ayuda de Esparta, cuna de grandes guerreros,
para llevar a cabo su propósito y confió en los lacedemonios para formar parte
de su ejército. Al mando de los espartanos iba Clearco, gobernador antiguo de
Bizancio sobre el que pesaba una orden de destierro de su patria lacedemonia. Se
alistaron con él numerosos hoplitas que andaban vagabundeando por el Peloponeso
después de la Guerra . Ya tenía Ciro su
ejército formado por persas y por nosotros, diez mil griegos a sueldo del
hermano insurrecto que nos había engañado pues, en un principio, nos dijo que
íbamos a someter Pisidia, una región que
se había rebelado contra el poder aqueménida.
Partimos
de Sardes y recorrimos grandes llanuras en las que altas hierbas nos rodeaban y a las que
brizaba el loco viento del norte. Eran ya muchos días de expedición en la que
diez mil hombres habíamos recorrido muchas parasangas sin más olor que el del
ajenjo y el de los cañaverales que, al atardecer, nos dejaban su fragancia
dulce y embriagadora. Tan sólo, al pasar por unas lagunas nos había llegado un
olor parecido al de nuestro mar; pero tan sólo era un flaco consuelo porque
nosotros echábamos de menos el olor del mar,
el olor de su viento, el olor de
nuestras playas, que era diferente con la marea alta y con las olas cubriendo
casi los cantiles y diferente también con la marea baja que dejaba las cabelleras
de las algas abandonadas en la arena.
Descendimos
por la orilla derecha del Éufrates hasta Cunexa, ya muy cerca de Babilonia, y
allí se prendió el fuego de la batalla que arrasó el ejército de Ciro que huyó
en desbandada. Tan sólo nosotros, los griegos, permanecimos invictos, bajo el
mando de Clearco que, como espartano, desconocía la palabra cobardía. Pero una
traición miserable le aguardaba a él y a los principales estrategos griegos fueron decapitados a
traición. Entonces las tropas griegas eligieron a otros generales entre los que
estaba yo, Jenofonte de Atenas, el amigo de Sócrates, el escritor que ahora se
ponía al frente del ejército con sus compañeros estrategos. Guiamos el ejército
Tigris arriba y atravesamos Armenia hasta la nuestra colonia de Trapezunte, a
orillas del Mar Negro en donde recibimos a un guía para decirnos que en cinco días
nos llevaría hasta un lugar desde donde veríamos el mar. Y así fue: al quinto
día, subimos a un monte cuyo nombre era Teques y, al llegar
los que íbamos en cabeza a la cima del monte, se produjo un enorme griterío y
todos a la vez nos pusimos a gritar: “¡El mar, el mar”! Entonces, llegaron
corriendo los soldados que iban a la retaguardia, las acémilas y los caballos.
Cuando todos llegaron a la cumbre se abrazaban llorando unos a otros y también,
con la alegría del mar, abrazaban a sus jefes y oficiales.
Y fue entonces que nosotros, gentes del
mar, lo vimos, lo escuchamos, lo olimos y el salitre se fue metiendo en
nuestras venas. Bastaba la presencia eterna del mar para saber que, no
tardando, regresaríamos a casa.
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