UN RELATO DE LA CONQUISTA DE HISPANIA
Una centuria romana recorre
la vía que une Titulcia con Septimancae.
Es un día de calor del mes Quintilis
y el sol calienta los petos de las
armaduras. Van los romanos camino de la ciudad de Legio Septima Gemina,
ya cercana a la frescura de los prados del norte, de las montañas que alivian
el estío con sus arroyos y sus brañas. Al llegar a un punto del camino ven un
altozano y, aunque no existe camino, suben monte a traviesa para alcanzar su
cima, plana como la hoja de las espadas que llevan en sus vainas. En la pequeña
meseta no hay más que encinares y retamas. Cantan los ruiseñores y los grillos.
Cuando aquellos hombres recios llegan hasta el final de aquella llanura que
remata el altozano, ven un paisaje de árboles alrededor de una fuente y una
gran extensión de terreno que llega hasta unos cerros lejanos. El centurión, volviendo su cabeza, les
dice a sus hombres: flumen. Y ellos,
al escuchar esta palabra se sienten aliviados del calor como si un viento fresco
y húmedo se hubiera levantado de pronto. Poco a poco descienden hasta las
orillas de aquel cauce que, con el estiaje, baja muy mermado, apenas una
corriente de agua que les llega por la rodilla, pero que ellos, sedientos y
fatigados, aprovechan.
Ya la
tarde se empieza a poner en los sotos del río y los soldados se tumban en la
hierba que decora sus orillas. Juegan a las tabas, cantan canciones y beben un
vino peleón que les quita el miedo en las batallas. Mas de pronto, el
centurión, un hombre ya curtido por muchas guerras, da la seña orden de marcha
y los militares se levantan, recogen y colocan enseres sobre los caballos. Y
luego montan.
Al volver
a la vía que les llevará hasta la ciudad a la que van, ven de nuevo ese caño de
agua que les había aliviado la sed y siguen, por juego, el agua que baja hacia
la vía y paralela a ella corre a buscar otra corriente mayor que fluye
escondida en los encinares.
Al cabo de
un tiempo, no son más que unos penachos rojos que se pierden en una revuelta
del camino.
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