Luis
López Anglada era militar y de Ceuta o, mejor visto, al revés. Publicó en esa
colección que fue, antes de que la crisis de las Cajas de Ahorro acabara con
ella, la hija idolatrada y por la que tanto sufrió y fue despreciado en
ocasiones, ese sacerdote de Langa que
fue mi gran amigo ( sero te inveni)
Jacinto Herrero Esteban, el único grande poeta de Ávila entre amantes de
libélulas que se devoraban los cocidos en la comida de aniversario por San Juan
de la Cruz en su Fontiveros natal sin que ningún mortal en su sano juicio sepa
qué tienen que ver el misticismo arrobado de San Juan con un cocido garbancero
y contundente. Así les fue y les va, que las grasas del cocido se van
impregnando en su obra y los versos, por mucho que quieran hacerlos parecidos a
Celan, les sale con el olor al tocino, a los garbanzos y al buen chorizo que venden mis amigos de la Blanquita,
esa tienda que es el gran centro de información de Ávila en la que tanto te
puedes enterar quién es el próximo futuro candidato a Presidente de la Diputación
o dónde se vende un caballo bayo. Perdón por el excursus (creo que he superado a Don Antonio Ruiz de Elvira) y
regreso para contaros que López Anglada escribió sonetos muy elegantes y de
gran gusto y que su inspiración era de quilates, libre de grasas nocivas para
la poesía. También tuvo su faceta de ayuda a poetas noveles y de animador del
sarao literario. ¡Ah, se me olvidaba! Esto que voy a decir no haría falta
decirlo en otros países, pero en España, sí: he dicho que López Anglada era
militar y buen poeta. ¡Dios mío, ¿cómo es posible esto si los militares son
seres embrutecidos por el cuartel y cuasi analfabetos según vuelve esa estar de
moda en las soflamas de la izquierda que nunca se apea de tres o cuatro
consignas más viejas que el tabaco de la tabacalera de Sevilla en la que
trabajaba Carmen la de Bizet y la de Merimée? Pues porque nunca la lanza embotó
la pluma. Bueno, al menos la de escribir. De la otra, ni entro ni salgo.
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