Hace ya
algunos años, en un hotel que hay en la entrada de la calle madrileña de López
de Hoyos, aquél que fue ilustre maestro de Cervantes, había un peluquero que
hacía pareja en la peluquería con otro peluquero y ambos cortaban el pelo a lo
más granado de la sociedad del Barrio de Salamanca. Se llamaban Santos y Julián
y formaban el mejor dúo cómico que he visto nunca: uno de derechas y el otro de
izquierdas; uno de Segovia y el otro de Toledo; uno del Madrid y el otro del
Atlético. Santos se había criado en las peluquerías de la Gran Vía a las que
había llegado en los años cuarenta del siglo pasado desde Lastras de Cuéllar,
un pueblo de Segovia en la tierra de Cuéllar, y en las que había cortado el
pelo a glorias de la medicina como el cardiólogo Castro Fariñas, uno de
aquellos médicos que formaron “el equipo médico habitual de Franco”. Julián
había llegado desde Cebolla, un pueblo de Toledo cercano a Talavera. Cada
cliente tenía su peluquero y cada peluquero tenía la conversación exacta para
agradar a su cliente ya fuera éste el marqués de Villaverde (con perdón) o don
Fernando Morán. En aquella peluquería se conciliaban las dos Españas al ritmo
de las tijeras de ambos fenómenos de la peluquería. Eso sí, allí no se podía
hablar de política y, cuando alguien quizás nuevo en el local lo intentaba, el
señor Gregorio Santos sacaba una hojita que me gustaría tener a mí en la
situación presente en que la intoxicación política por parte de algunas cadenas
roza la desesperación. Aquella hojita pequeña rezaba así:
POR FAVOR, HÁBLEME DE PUTAS, TOROS O FÚTBOL, PERO, DE
POLÍTICA, NO.
Pues eso.
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