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Trieste, ciudad que siempre me ha sonado mucho porque mi padre trabajó en el
edificio Trieste, en la madrileña calle
de O’Donell y porque en ella nació Claudio Magris, ese que se recorrió el
Danubio y que lo contó en un libro y que, llegando a Bratislava, tuvo el deseo
de beberse una cerveza como un servidor tuvo el deseo de tomarse un poco de
mantequilla en Soria y el deseo se convirtió en oscuro objeto. Pues en Trieste,
el puerto del imperio austro – húngaro, que se asomaba al mar por esta ciudad
istriana, nació este escritor, Giovanni Stuparich, del que me he leído Un año de escuela en Trieste, la
historia de una chica en el Instituto de la ciudad, que está bien contada. No se
acaba la literatura italiana en la Divina Comedia, como decía Borges con mala
leche de vacas argentinas, sino que sigue pujante en el siglo XX. Es cierto que
el libro de Magris se pone algo pesado, pero eso ya es otra historia.
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