Cuando
cae la tarde en la bahía, las gentes, arregladas de acuerdo a ese decoro
ancestral, toman el paseo hasta la noche. Es el momento sagrado de los cafés,
de las heladerías, del comentario sobre la vida ajena. Mientras se mecen en los
pantalanes los barcos de recreo y cruza a los lejos el ferry de Inglaterra, las
casas de este paseo, elegantes, arregladas desde su nacimiento para combinar
con el paisaje lejano de Somo y Pedreña, para albergar a las navieras y los
consulados, miran un sol que se va reflejando en las aguas tranquilas del Cantábrico
desbravado por las cantiles de Mataleñas o por la isla de Mouro. Si nos fijamos
bien, es posible que veamos a Pereda entrar en el Café Suizo o a José María Sáenz
del Río escribiendo un poema a la mar o a Pepe Hierro escribiendo para que nuestro dolor sea el camino a la
alegría. Es la ciudad marinera con su Sotileza y su Pachín González, con su incendio
en los años cuarenta del siglo XX y con la explosión del Cabo Machichaco. Es la
ciudad cuyo puerto era la salida para las harinas y las lanas de Castilla y
para la que unos locos ilustrados soñaron un canal que se quedó en tierras
palentinas. Creo que ya no hace falta que diga de qué ciudad os escribo porque
cualquiera ha visto ya con meridiana claridad que se trata de Santander.
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