El pasado viernes 17 de junio, tuve la fortuna de escuchar la magnífica
versión de Josep Pons de la sexta de Mahler. El director catalán estuvo muy
acertado y toda la obra, hasta donde es posible, fue un gozo. Ese andante
único, ese comienzo que te envuelve, ese Scherzo que da un pequeño respiro y
ese final desesperanzado, con los terribles golpes de martillo, me dejaron,
literalmente, anonadado. Cuando pude recobrar el pensamiento, me puse a pensar
cómo Mahler, en un momento bueno de su vida, “ve” la muerte tan cerca. La
verdad, no venía a cuento. ¿Sería que
tenía miedo de una vida en la que todo le iba bien? También Eneas, en la
Eneida, en unos momentos en que era feliz, en que la vida lo trataba bien,
expresa sus miedos con unos versos enigmáticos: onnia timens tuta, “temiendo que todo estaba seguro”. ¿Es el
silencio que precede al terremoto? ¿La calma antes de la tempestad?¿El silencio
de los pájaros ante la tragedia? Tras esa calma en la vida de Mahler, tras esos
martillazos que eran tres, pero que Mahler quitó el último por ser el de la
muerte, todo se le torció: su salud se vio rota por la enfermedad cardiaca que
le descubieron, su hija murió y Alma inició una relación con Walter Groppius. ¿Quería
Gustav, de manera apotropaica, alejar a la muerte nombrándola? Si lo intentó,
no lo consiguió. Se le olvidó que la muerte siempre nos espera en Samarcanda.
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