Hay libros que te van calando poco a poco como la nieve va
entrando en los prados de mi Liébana, como las nubes van dejando su carga
plomiza en Peña Labra y van formando arroyos. Hay libros que se van encarnando
en el corazón y, con el tiempo, los has hecho tuyos porque, quizás, lo que
escribimos los poetas no es nuestro, sino de nuestros lectores que lo viven.
Hay libros que los deseas y que no te llegan por problemas de distribución, como
en esos sueños extraños en que quieres gritar y no puedes y que, cuando los
lees, te colman, te llenan de una luz de brasa, de leche de infancia, de miel
caliente; hay libros que están atentos a las cosas pequeñas, al silencio sólo
roto por el canto del pájaro, a la mañana prístina en la que un dios creó el
mundo. Hay libros premiados, pero que no hubieran necesitado el premio porque
ellos son los que premian al jurado que los ha elegido. Hay libros que se te quedan
en la memoria como el aleteo de los gorriones mañaneros, como los vuelos
perfectos de los vencejos, como los pasitos cortos y torpes de los gorriones.
Hay libros como Memoria del pájaro
que son un gozo leer y que te hacen creer de nuevo en la poesía, prisionera de
poetas garbanceros que buscan el premio que les concede el muñidor de turno
para segur encaramados en los puestos de Ayuntamientos, Consejerías y Gobiernos.
Hay poetas y poetas como Jesús Montiel que no miente, que no imposta su voz,
que tiene un fablar verdadero. Por eso lo leo, porque su voz, siempre con las
cosas pequeñas, con lo insignificante, pero lleno de significado para quien lo
sabe ver, es también mi voz. ¡Ah, por cierto! Esa tontería de que es discípulo
de D’Ors me parece poco inteligente por parte del crítico que la parió. Montiel
tiene puntos de contacto con Miguel D’Ors, pero también con Christian Bobin, un
gran poeta francés amante también de lo pequeño, de lo sencillo, de lo
verdadero.
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