El año
pasado se murió Fidel Castro y, para no mezclar mi humilde voz con la de tantos
sabios y tantos oportunistas que hablan a humo de pajas, he dejado que
transcurriera un tiempo prudencial. Os quiero decir, en primer lugar, que, para mí, Cuba era una
dictadura que tendría que haber pasado a ser una democracia hace muchos años. En
segundo lugar, que los cubanos que protestan del régimen desde Miami subidos en
descapotables de lujo me revuelven el estómago: no los puedo soportar. En tercer
lugar que admiro al Fidel de los barbudos, al guerrillero de Sierra Maestra, al
hombre que cerró el burdel americano que era Cuba. Pero veamos, si os perece,
un poco de la historia de Cuba. Española hasta 1898 y robada con engaños por
los Estados Unidos, Cuba fue declarada independiente en 1902, el año en que
nació Nicolás Guillén, pero en su constitución se escondía la Enmienda Platt,
esa que les daba derecho a intervenir a los yanquis para “garantizar la
independencia de Cuba”. No se pude ser más cínico porque esta enmienda lo que
garantizaba era la injerencia de los Estados Unidos en Cuba cuando, como y
donde les diera la real gana. De nada sirvió que la enmienda se anulara en 1934
porque los americanos seguirían mandando económicamente en la isla caribeña.
Cuba era el casino, el burdel, al que acudían los turistas yanquis para gastar
su exceso proteínico. Y así lo siguió siendo con los distintos gobiernos que no
fueron sino consentidores del poder yanqui. Pero “se acabó la diversión, llegó
el Comandante y los mandó a callar” canta Carlos Puebla. Y a mí me enloquece
ese Fidel que mandó a callar a los americanos, que quiso dar a Cuba una
dignidad que había perdido, que puso a las putas y a los chulos a estudiar en
las escuelas. Pero la revolución acaba, como Cronos, devorando a sus hijos y
Fidel, con el tiempo, le hizo guiños a otra dictadura mayor, la de la URSS. Y
él mismo devino en dictador. Pero a mí que no me quiten al Fidel que limpió Cuba
de turistas con ganas de mojito. Lo siento, peo es, para mí, un ídolo.
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