Amigo Roskolníkov, otra vez nos encontramos en la
vida después de varias relecturas. Recuerdo que, cuando nos conocimos, yo era un estudiante de BUP y tú un personaje
que arrastraba sus neurosis por esa Rusia de Dios. Te leí en una edición de EDAF quizás no muy
buena, pero tu personaje, con esa pulsión de muerte que no me has explicado
nunca, me abrió la puerta de la obra de tu creador. Luego vinieron otros “locos
egregios” de los que ya he hablado aquí: el Idiota, aquel místico Karamázov y
tantos otros. Aún sigo sin entender por qué mataste a la usurera: ¿acaso fue por
tu complejo de superioridad que te llevaba a pensar que la moral no era para ti
al poner en práctica ese silogismo falso tuyo que era decir “si Napoleón era libre
de matar porque era un conquistador, por qué no voy a poder matar yo a esa
pobre viaje que no es sino un despojo humano?. Te equivocabas, Roskolníkov,
pero ahí llegó Sonia, nuestra Sonia, y nos redimió por amor, porque sólo el
amor redime de los pecados al hombre. Y estuvo contigo en Siberia y no sabemos
más porque tu autor no escribió sobre tu vida con Sonia, tu redentora. Algún
día, amigo Roskolníkov, tendremos que escribir tú y yo sobre nuestra Sonia,
sobre nuestra redentora. Te lo aseguro.
jueves, 30 de noviembre de 2017
ALFONSO QUEREJAZU, EL NIÑO QUE LEÍA A RILKE
El
que piense que el seminario de Ávila era, en los años cuarenta, un lugar obscurantista con seminaristas de
ojos negros que enamoraban a las abulenses que cosían tras los visillos se
equivoca de parte a parte porque, en aquel viejo caserón, cercano a El Grande,
se hablaba de Rilke, de Valery, de Ortega, de Zubiri, de Toynbee o de Elliott y
esos nombres aprendieron en sus mientes y en sus corazones muchos sacerdotes
que después ejercerían su ministerio por pueblos de la serranía abulense, de la
Moraña o de las Cinco Villas. ¿Quién fue el autor de este milagro? Pues un
sacerdote, un niño grande como lo llamó Pedro Laín Entralgo, que llegó al seminario
abulense para recuperarse de su tuberculosis con el aire seco y frío de la
ciudad castellana. Y aquel niño, que
hablaba perfectamente inglés, francés y alemán, llegó a Ávila con un español
con rasgos de América y de Madrid y a ese español añadió algunos modismos abulenses
que le daban una gracia especial. Su gran devoción fue el Espíritu Santo y
sobre él escribió un tratado teológico como escribió también sobre filosofía o
sobre la poesía de Rilke. No sé si Ávila supo agradecer en su momento el regalo
que fue don Alfonso, pero este gran amante del canto gregoriano, al que le gustaba
cantar las viejas preces latinas al Paráclito, fue todo un regalo. Él fundaría
también las Conversaciones de Gredos y dejaría un rastro de libertad que, para
los que lo saben buscar, aún perdura. Como recuerdo, nos gustaría recitar con él ese mismo himno
que con tanta devoción cantaba don Alfonso Querejazu, ese cura que vivió a Ávila en Ávila en los años
cuarenta porque, pese a lo que digan los descreídos, los milagros existen.
Lava quod est sordidum,
Riga quod est aridum,
Sana quod est saucium.
Flexcte quoid est rigidum,
Fove quod est frigidum,
Rege quod est devium.
martes, 28 de noviembre de 2017
LA MUJER MADRILEÑA DE PROKOFIEV
Sergei
Prokofiev, el célebre compositor ucraniano., estaba casado con una madrileña,
Catalina Codina. Esto podría ser pareceros raro, pero la historia es apasionante.
Juan Codina, un cantante español, y Olga Nemýsskaya, una rusa con antepasados
en Polonia y en Alsacia, se conocieron siendo estudiantes en Milán y se casaron.
Su carrera tuvo una gran proyección tanto en Europa como en América y, estando
en Madrid, nació Catalina. La niña vivió poco a orillas del Manzanares porque
sus padres se la llevaron a Nueva York en donde estudió y conoció, un 10 de
diciembre de 1918 a Serguéi. En 1920, se fueron juntos a París y en 1922 se
casaban en Ettal, Baviera. En 1924 nacía su primer hijo, Sviatoslav. Catalina
tuvo problemas con su carrera, entre otras
razones por su miedo escénico, y se fue con su Serguéi a Moscú en donde el
músico creía que podrían vivir porque el stalinisno estaba más “suave”. Sin
embargo no era así y Stalin comenzó sus purgas. Lina, asustada, le dijo a Prokofiev
que volvieran a París, pero el músico no lo consideró oportuno y siguieron
viviendo en Moscú junto con los dos hijos que, para entonces, tenía la pareja.
Llegó el año de 1938 y, siguiendo una costumbre soviética, iniciaron sus vacaciones
por separado. Serguéi se marchó a las montañas y el muy golfo se lio con Mira
Mendelsshon, profesora de literatura y, sobre todo, gran admiradora de su
música. Lina siguió en Moscú con sus hijos mientras que Serguéi y Mira se
acabarían casando pues el matrimonio con Lina, fuera de la Unión Soviética, no
tenía validez y él era “soltero y con compromiso”. Para que las cosas se
pusieran aún peor para la madrileña, Prokofiev fue acusado de componer música
antisoviética y la pobre Lina, de espionaje por sus visitas a embajadas extranjeras.
Se pasó ocho años en un gulag y en el año 1956, salió en libertad. Tres años
antes, el 5 de marzo de 1953, el mismo día en que había muerto el “padrecito de
los pueblos”, había muerto su Serguéi, al que siempre amó. En el 58 le reconocieron
su inocencia y le pusieron paga de viuda. Lina vivió en la URSS hasta 1974 en
que se marchó a Londres y en donde creó una fundación para guardar y conservar
la obra de su legítimo marido y único amor. Murió en la ciudad del Támesis en 1989,
cuando había cumplido ya los noventa y dos años y hacía casi cuarenta que su
Serguéi había fallecido. La fundación Prokofiev ha saltado a la palestra hace
poco porque defendió el libro de Valentina Chamberdjí frente al de Reyes
Monforte al que el nieto del compositor, Serguéi Prokofiev jr., consideraba un
plagio. Ahora, cada vez que escuche a Prokofiev, recordaré la triste historia
de Lina Codina, la mujer que amó al músico hasta el último día de su larga
vida.
domingo, 26 de noviembre de 2017
RAQUEL LANSEROS
La poesía tiene que hacer sangre al primer toque; si
la tenemos que analizar, pierde ya ese natural que tienen que tener todo arte.
También un cuadro de Rubens tienen que hacer sangre al primer toque; si luego vendrán las explicaciones artísticas,
mitológicas y de cualquier otra índole, maravilloso: el cuadro, desde la frías salas de un museo, ha
tenido que llegar a la vista del espectador y dejarlo marcado.
Perdonad
este proemio para deciros que he leído una antología de Raquel Lanseros que
lleva por título A las órdenes del viento
y he sentido brotar mi sangre a cada
verso. Sé que hay una escuela poética que considera la emoción en el
poema como un desdoro, pero eso poco me importa poemas. No voy a seguir escribiendo
y os voy a dejar ya con este poema: 2059.
He imaginado siempre el día de mi muerte.
Incluso en la niñez, cuando no existe.
Incluso en la niñez, cuando no existe.
Soñaba un fin heroico de planetas en línea.
Cambiar por Rick mi puesto, quedarme en Casablanca
sumergirme en un lago junto a mi amante enfermo
caer como miliciana en una guerra
cuyo idioma no hablo.
Siempre quise una muerte a la altura de la vida.
Cambiar por Rick mi puesto, quedarme en Casablanca
sumergirme en un lago junto a mi amante enfermo
caer como miliciana en una guerra
cuyo idioma no hablo.
Siempre quise una muerte a la altura de la vida.
Dos mil cincuenta y nueve.
Las flores nacen con la mitad de pétalos
ejércitos de zombis ocupan las aceras.
Los viejos somos muchos
somos tantos
que nuestro peso arquea la palabra futuro.
Cuentan que olemos mal, que somos egoístas
que abrazamos
con la presión exacta de un grillete.
Las flores nacen con la mitad de pétalos
ejércitos de zombis ocupan las aceras.
Los viejos somos muchos
somos tantos
que nuestro peso arquea la palabra futuro.
Cuentan que olemos mal, que somos egoístas
que abrazamos
con la presión exacta de un grillete.
Estoy sola en el cuarto.
Tengo ojos sepultados y movimientos lentos
como una tarde fría de domingo.
Dientes muy blancos adornan a estos hombres.
No sonríen ni amenazan: son estatuas.
Aprisionan mis húmeros quebradizos de anciana.
No va a doler, tranquila.
Igual que un animal acorralado
muerdo el aire, me opongo, forcejeo,
grito mil veces el nombre de mi madre.
Mi resistencia choca contra un silencio higiénico.
Hay excesiva luz y una jeringa llena.
Tengo ojos sepultados y movimientos lentos
como una tarde fría de domingo.
Dientes muy blancos adornan a estos hombres.
No sonríen ni amenazan: son estatuas.
Aprisionan mis húmeros quebradizos de anciana.
No va a doler, tranquila.
Igual que un animal acorralado
muerdo el aire, me opongo, forcejeo,
grito mil veces el nombre de mi madre.
Mi resistencia choca contra un silencio higiénico.
Hay excesiva luz y una jeringa llena.
Tenéis suerte, -mi extenuación aúlla-,
si estuviera mi madre
jamás permitiría que me hicierais esto.
si estuviera mi madre
jamás permitiría que me hicierais esto.
CATALINA DE ALEJANDRÍA
Catalina
era una joven hermosa y culta que había nacido en Alejandría y que había
estudiado junto a los mejores filósofos de su época con lo que consiguió llegar
a ser ella misma una reputada filósofa y poeta. Un día, Cristo se le apareció y
ella decidió entregarse a ese Amor con todo su bagaje filosófico y literario.
Sin embargo, el emperador Majencio giró una visita a Alejandría y dio una
fiesta a la que acudió Catalina que era amiga de Hipatia, la célebre matemática
alejandrina. Llegada la hora de los sacrificios a los dioses, Catalina hizo en
su lugar la señal de la Cruz, pero Majencio, en lugar de martirizarla en el acto,
la llevó a palacio en donde Catalina le dijo que quería debatir con los
filósofos alejandrinos. Accedió el emperador de Roma y la joven refutó con
tanto éxito a los sabios que éstos se acabaron convirtiendo al cristianismo. Majencio
se enfadó tanto que mandó matar a los sabios no sin antes intentar que uno de
ellos se casara con Catalina, pero la joven se negó en redondo. El emperador la
mandó azotar y la envió a prisión en donde recibió la visita de la mismísima
emperatriz, Valeria Maximina, y de
Porfirio, un militar romano que acabó convertido junto con los soldados que lo
acompañaban. Majencio, viendo que iba a terminar por convertir no sólo a toda
Alejandría sino a toda Roma, la envío a una máquina de tormentos - la famosa rueda de Santa Catalina – y,
finalmente, ordenó decapitarla tal y como cuenta su Passio Caterinae. Su tumba no está en Alejandría, sino en el Monte Sinaí porque hasta allí la
llevaron los ángeles. Esta entrada viene a cuento porque ayer la hemos
celebrado y porque mi abuela Patro, tan nombrada en este blog, decía “me estás
haciendo pasar la rueda de santa Catalina”. Por lo que respecta a Majencio,
fundó en Roma la basílica de Majencio, pero esa ya es otra historia tal y como
digo en otras ocasiones.
lunes, 13 de noviembre de 2017
JOSEP M. RODRÍGUEZ O EL POETA MAGO
A Josep M. Rodríguez lo conocí con motivo de esta
historia de la República catalana que Dios tenga en su gloria. Pero no voy a
entrar en esos detalles porque cuando se habla de un poeta y de un poeta de la
talla de Rodríguez no hay que andarse por las ramas. Excuso hablar que Sangre seca, el libro que he leído, fue premio de Poesía “Ricardo Molina” aunque
reconozco que el hecho de recibir un premio con el nombre de mi muy leído y
admirado poeta también ha supuesto una
razón más para acercarme a su libro. Pero vamos a lo que vamos. Una vez
abierto, uno descubre que el poeta es un gran lector de poesía y esto, en los
tiempos que corren, es muy de agradecer pues muchos jovenzuelos ignorantes
defienden su ignorancia diciendo que no leen porque temen la “contaminación” en
su obra. Rodríguez no sólo no la tema, sino que la usa con acierto y, que me
perdone el poeta si llega a leer estas torpes líneas, recicla fragmentos de
poesía y los hace tan suyos que, como en los grandes magos, no se nota el truco y eso, para los que nos
gusta la magia de las palabras, es muy de agradecer. Que una hora prima en la cocina le lleve al
poeta a pensar en Silvia Plath supone para mí un antídoto contra la
chabacanería reinante en esta sociedad que ya no sabe por dónde se anda; que su
tierra baldía sea su propio interior que crece en el desorden me parece un buen
uso de Eliott; o qué deciros de esa “felicidad de marca blanca”, tan acorde la expresión con esa felicidad, con
ese mito de la felicidad de mi Gustavo Bueno, que nos venden a plazos en las
grandes superficies con la repelente idea de que, a mayor consumición, más
felicidad. Estoy convencido de que he descubierto a un gran poeta. Luego, al
final, en el epílogo de Joan Margarit, muy leído y alabado por un servidor, se
dan muchas explicaciones y muy convincentes, pero para sentir la poesía de
Josep M. Rodríguez no me ha hecho falta más que su libro y mi alma de lector.
Gracias a este catalán de Súria me
consuela saber que en la poesía sigue habiendo poetas – magos que siguen
haciendo salir un conejo de su chistera. ¡Y que no falten!
jueves, 9 de noviembre de 2017
GUILLLERMO SAUTIER CASASECA
Mi abuelo me hizo socio de Radio Madrid y me regaló
un carnet pequeñito, verde, escrito a máquina y con unos cupones para los pagos
mensuales. No sabía mi abuelo que, muchos años más tarde, un servidor
colaboraría en SER Ávila con un programa de palabras que se mantuvo en antena
durante más de seis años, hasta que vino la crisis y la SER decidió que había
que dejar paso a otras palabras. En aquellos años en que mi abuelo me regaló
el carnet, emitían por la tarde las radionovelas. Recuerdo cómo mi madre y mi
abuela se pegaban al transistor para oír Simplemente
María y cómo me hablaron de otras anteriores como Ama Rosa o, unos años más tarde Lucecita.
Todas estas radionovelas eran de mucho llanto, de mucha pena, de mucho
sentimiento y recuerdo que, en Simplemente
María, sonaba el adagio del Concierto para Guitarra de Salvador Bacarisse,
el hermano de Mauricio Bacarisse, el poeta que siempre estoy para leer y nunca
leo. Me falta por contaros que ser socio de la SER (valga la redundancia) tenía
algunas ventajas como asistir a los programas en directo en la Gran Vía, algunos
descuentos en tiendas madrileñas y, sobre todo, uno que era el premio especial,
a saber,: si el número del carnet
coincidía con los números del cupón pro-ciegos (actual ONCE), el agraciado poseedor
del carnet recibiría en su casa las obras completas de don Guillermo Sautier
Casaseca, el afamado autor de muchas de aquellas radionovelas que tenían a
España con el pañuelo en la mano y el moco tendido. Pues bien en todos los años
en que fui socio de Radio Madrid, jamás, lo repito, jamás me tocaron estas
obras completas del autor canario. Este milagro me parece una prueba evidente
de la existencia y providencia divina mucho mayor que las pruebas de Santo
Tomás de Aquino o el argumento ontológico
de San Anselmo. Porque la pregunta era y es: ¿Qué hubiera hecho un servidor con
esas obras completas?¿Guardarlas para no dar un disgusto a mi pobre
abuelo?¿Venderlas en mi juventud a escondidas de él?¿Dejarlas en algún baúl arrumbado
en el desván? Lo dicho: para mí, no hay una prueba más irrefutable de la
existencia de Dios que el que jamás me tocaran las obras completas de don
Guillermo Sautier Casaseca.
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