Yo era
un rapaz y no sabía el porqué de la magia del olor en la tienda de los Trespalacios.
Cuando entraba, veía les madreñes en el techo y el quesu de Cabrales con su
hoja de plágano. Entonces Arenas de Cabrales tenía la magia de ser la puerta
del Naranjo, del Urriellu, del señor de los Picos. Subir hasta Bulnes era subir
por un sueño, ascender por aquel camino que comenzaba en el puente de la Jaya y
terminaba en el cielo, aquel cielo en el que la Guilermina, como la madre de
Vladimir Holan, hacía el café y freía los huevos mientras los macutos y las
cuerdas, a la puerta de su bar, esperaban a sus dueños para juntos ascender por
la riega de Asotín y la canal de Camburero hasta el Jou sin Terra, a los pies
de ese coloso que se teñía de naranja en cada puesta de sol.
Han
pasado años y ya nada queda de aquello como si un mal viento, como si un Nuberu
enfurecido hubiese borrado lo que fue mi paraíso terrenal, mi tierra prometida.
A los montañeros los han sustituido parejas de turistas vestidos en las grandes
superficies y no en aquellas tiendas del Rastro madrileño en las que de niño
soñaba con las montañas; al olor de las botas y de las cuerdas, los perfumes de
las gentes que nada conocen de aquellas montañas salvo lo que han leído en la
Wikipedia; al queso de Cabrales de Trespalacios, la asepsia de los envases al
vacío.
Pero
aún queda en mi memoria el olor a la aventura, el olor al quesu, el olor que
llenaba la tienda de los Trespalacios de Cabrales que, al cabo de los años
descubrí que provenía – por favor, guardadme el secreto- , de los jamones
ahumados de Tineo cuya piezas colgaban junto a les madreñes.
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