A Josep M. Rodríguez lo conocí con motivo de esta
historia de la República catalana que Dios tenga en su gloria. Pero no voy a
entrar en esos detalles porque cuando se habla de un poeta y de un poeta de la
talla de Rodríguez no hay que andarse por las ramas. Excuso hablar que Sangre seca, el libro que he leído, fue premio de Poesía “Ricardo Molina” aunque
reconozco que el hecho de recibir un premio con el nombre de mi muy leído y
admirado poeta también ha supuesto una
razón más para acercarme a su libro. Pero vamos a lo que vamos. Una vez
abierto, uno descubre que el poeta es un gran lector de poesía y esto, en los
tiempos que corren, es muy de agradecer pues muchos jovenzuelos ignorantes
defienden su ignorancia diciendo que no leen porque temen la “contaminación” en
su obra. Rodríguez no sólo no la tema, sino que la usa con acierto y, que me
perdone el poeta si llega a leer estas torpes líneas, recicla fragmentos de
poesía y los hace tan suyos que, como en los grandes magos, no se nota el truco y eso, para los que nos
gusta la magia de las palabras, es muy de agradecer. Que una hora prima en la cocina le lleve al
poeta a pensar en Silvia Plath supone para mí un antídoto contra la
chabacanería reinante en esta sociedad que ya no sabe por dónde se anda; que su
tierra baldía sea su propio interior que crece en el desorden me parece un buen
uso de Eliott; o qué deciros de esa “felicidad de marca blanca”, tan acorde la expresión con esa felicidad, con
ese mito de la felicidad de mi Gustavo Bueno, que nos venden a plazos en las
grandes superficies con la repelente idea de que, a mayor consumición, más
felicidad. Estoy convencido de que he descubierto a un gran poeta. Luego, al
final, en el epílogo de Joan Margarit, muy leído y alabado por un servidor, se
dan muchas explicaciones y muy convincentes, pero para sentir la poesía de
Josep M. Rodríguez no me ha hecho falta más que su libro y mi alma de lector.
Gracias a este catalán de Súria me
consuela saber que en la poesía sigue habiendo poetas – magos que siguen
haciendo salir un conejo de su chistera. ¡Y que no falten!
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