Catalina
era una joven hermosa y culta que había nacido en Alejandría y que había
estudiado junto a los mejores filósofos de su época con lo que consiguió llegar
a ser ella misma una reputada filósofa y poeta. Un día, Cristo se le apareció y
ella decidió entregarse a ese Amor con todo su bagaje filosófico y literario.
Sin embargo, el emperador Majencio giró una visita a Alejandría y dio una
fiesta a la que acudió Catalina que era amiga de Hipatia, la célebre matemática
alejandrina. Llegada la hora de los sacrificios a los dioses, Catalina hizo en
su lugar la señal de la Cruz, pero Majencio, en lugar de martirizarla en el acto,
la llevó a palacio en donde Catalina le dijo que quería debatir con los
filósofos alejandrinos. Accedió el emperador de Roma y la joven refutó con
tanto éxito a los sabios que éstos se acabaron convirtiendo al cristianismo. Majencio
se enfadó tanto que mandó matar a los sabios no sin antes intentar que uno de
ellos se casara con Catalina, pero la joven se negó en redondo. El emperador la
mandó azotar y la envió a prisión en donde recibió la visita de la mismísima
emperatriz, Valeria Maximina, y de
Porfirio, un militar romano que acabó convertido junto con los soldados que lo
acompañaban. Majencio, viendo que iba a terminar por convertir no sólo a toda
Alejandría sino a toda Roma, la envío a una máquina de tormentos - la famosa rueda de Santa Catalina – y,
finalmente, ordenó decapitarla tal y como cuenta su Passio Caterinae. Su tumba no está en Alejandría, sino en el Monte Sinaí porque hasta allí la
llevaron los ángeles. Esta entrada viene a cuento porque ayer la hemos
celebrado y porque mi abuela Patro, tan nombrada en este blog, decía “me estás
haciendo pasar la rueda de santa Catalina”. Por lo que respecta a Majencio,
fundó en Roma la basílica de Majencio, pero esa ya es otra historia tal y como
digo en otras ocasiones.
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