El
que piense que el seminario de Ávila era, en los años cuarenta, un lugar obscurantista con seminaristas de
ojos negros que enamoraban a las abulenses que cosían tras los visillos se
equivoca de parte a parte porque, en aquel viejo caserón, cercano a El Grande,
se hablaba de Rilke, de Valery, de Ortega, de Zubiri, de Toynbee o de Elliott y
esos nombres aprendieron en sus mientes y en sus corazones muchos sacerdotes
que después ejercerían su ministerio por pueblos de la serranía abulense, de la
Moraña o de las Cinco Villas. ¿Quién fue el autor de este milagro? Pues un
sacerdote, un niño grande como lo llamó Pedro Laín Entralgo, que llegó al seminario
abulense para recuperarse de su tuberculosis con el aire seco y frío de la
ciudad castellana. Y aquel niño, que
hablaba perfectamente inglés, francés y alemán, llegó a Ávila con un español
con rasgos de América y de Madrid y a ese español añadió algunos modismos abulenses
que le daban una gracia especial. Su gran devoción fue el Espíritu Santo y
sobre él escribió un tratado teológico como escribió también sobre filosofía o
sobre la poesía de Rilke. No sé si Ávila supo agradecer en su momento el regalo
que fue don Alfonso, pero este gran amante del canto gregoriano, al que le gustaba
cantar las viejas preces latinas al Paráclito, fue todo un regalo. Él fundaría
también las Conversaciones de Gredos y dejaría un rastro de libertad que, para
los que lo saben buscar, aún perdura. Como recuerdo, nos gustaría recitar con él ese mismo himno
que con tanta devoción cantaba don Alfonso Querejazu, ese cura que vivió a Ávila en Ávila en los años
cuarenta porque, pese a lo que digan los descreídos, los milagros existen.
Lava quod est sordidum,
Riga quod est aridum,
Sana quod est saucium.
Flexcte quoid est rigidum,
Fove quod est frigidum,
Rege quod est devium.
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