jueves, 30 de noviembre de 2017

ALFONSO QUEREJAZU, EL NIÑO QUE LEÍA A RILKE



 
El que piense que el seminario de Ávila era, en los años cuarenta,  un lugar obscurantista con seminaristas de ojos negros que enamoraban a las abulenses que cosían tras los visillos se equivoca de parte a parte porque, en aquel viejo caserón, cercano a El Grande, se hablaba de Rilke, de Valery, de Ortega, de Zubiri, de Toynbee o de Elliott y esos nombres aprendieron en sus mientes y en sus corazones muchos sacerdotes que después ejercerían su ministerio por pueblos de la serranía abulense, de la Moraña o de las Cinco Villas. ¿Quién fue el autor de este milagro? Pues un sacerdote, un niño grande como lo llamó Pedro Laín Entralgo, que llegó al seminario abulense para recuperarse de su tuberculosis con el aire seco y frío de la ciudad castellana.  Y aquel niño, que hablaba perfectamente inglés, francés y alemán, llegó a Ávila con un español con rasgos de América y de Madrid y a ese español añadió algunos modismos abulenses que le daban una gracia especial. Su gran devoción fue el Espíritu Santo y sobre él escribió un tratado teológico como escribió también sobre filosofía o sobre la poesía de Rilke. No sé si Ávila supo agradecer en su momento el regalo que fue don Alfonso, pero este gran amante del canto gregoriano, al que le gustaba cantar las viejas preces latinas al Paráclito, fue todo un regalo. Él fundaría también las Conversaciones de Gredos y dejaría un rastro de libertad que, para los que lo saben buscar, aún perdura. Como recuerdo,  nos gustaría recitar con él ese mismo himno que con tanta devoción cantaba don Alfonso Querejazu, ese cura que vivió a Ávila en Ávila en los años cuarenta porque, pese a lo que digan los descreídos, los milagros existen.


Lava quod est sordidum,
Riga quod est aridum,
Sana quod est saucium.
Flexcte quoid est rigidum,
Fove quod est frigidum,
Rege quod est devium.



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