No, nunca supiste que aquella noche te miraba desde el autobús. Yo había salido como todas las noches del trabajo, cansado de facturas y pagarés, de letras y de nóminas y me había encaminado hacia la parada del autobús. Al poco tiempo empezó a caer una lluvia fina que luego fue convirtiéndose en goterones que levantaban el polvo reseco que se acumulaba en las calles que no conocían la lluvia desde hacía muchos meses. El autobús tardó demasiado, como siempre, y al final vimos llegar unas luces que se aproximaban entre la lluvia que ya iba llenando los alcorques y haciendo que las alcantarillas emitieran un sonido casi humano, de persona que bebe con ansia tras la sed de muchos días. El autobús iba muy lleno, tan lleno que no quedaba ni un solo asiento vacío y los viajeros que habíamos subido en esa parada no agarramos a la barra como dispuestos a comenzar unas clases de baile. Bien mirado estábamos algo ridículo en esa postura pero teníamos que mantenerla si no queríamos acabar moviéndonos sin control.
El atasco era tremendo. Con la lluvia siempre parece que hay más coches.
El autobús iba avanzando a pequeños trechos y el tiempo pasaba tan lento como
si de pronto él también se hubiera quedado a contemplar el fenómeno de la
lluvia que volvía a la ciudad después de tantos meses. De dónde viene la
lluvia, le preguntó un niño a su madre y ella le no le supo responder con
precisión
. Le contestó vaguedades, incertidumbres: que del cielo, que de la condensación de las
nubes pero no le dijo la verdad de la lluvia, su único y verdadero origen: que
la lluvia viene siempre de la infancia, de aquellas tardes largas en que quizás
era febrero y habíamos vuelto del colegio y oíamos cómo la lluvia caía en el
patio y le preguntábamos a nuestra madre si se podría quedar nevando y a la
mañana siguiente la calle toda estaría blanca como en las postales de navidad.
En aquellas noches soñábamos que nevaba y luego, a la mañana siguiente, los
almendros de la josa, que son los más madrugadores en florecer, habían
florecido para que nuestro deseo se viera satisfecho y, mirando por la ventana,
viéramos la nieve posada en las ramas como mariposas de nácar que anunciaban la
primavera. Yo no le pude contar a ese niño todo lo que sabía sobre el origen de
la lluvia porque se bajó en la siguiente parada y me quedé mirando al hijo y a
la madre cruzar la calle y perderse por una de esas callejuelas por las que
siempre se pierden los que se bajan de los autobuses. Fue un poco más adelante
cuando te vi. Al principio tengo que reconocer que no te conocí que me
pareciste rara en medio de aquella lluvia que nos hacía a todos un poco más
jóvenes y nos llevaba a tardes de música en nuestras casas oyendo lo último que
habíamos comprado en aquel viejo puesto del mercadillo en el que sí que había
viejos vinilos de jazz y de clásica. Luego sentí angustia Te perdías en aquella marea de paraguas que
subía y bajaba con los latidos de mi corazón, que rompía contra el malecón de
las casas. Te perdías y decidí bajarme de aquella máquina absurda que me
llevaba como un náufrago por la ciudad.
A empellones, atropellando a los otros viajeros, “¡qué bestia! ¿dónde irá con tanta prisa?”
decidí seguirte y remontar aquella calle que la tarde hacía más
oscura, nadar mar adentro en la aventura de no perder tu pelo, ondeante en
aquel océano. De pronto dejé de verte. Aquella corriente te había arrastrado y
la angustia me dominó. No recuerdo las esquinas que doblé, los portales en los
que sospeché que habías entrado, las miradas que confundí con la tuya. Veía a
los lejos el neón de las avenidas;
llegaba hasta mí el sonido denso del tráfico que me recordaba al rumor
del mar en una ciudad costera. Y entonces te volví a ver al final de la calle, como
un velero en la línea del horizonte: alta, el pelo suelto bajo aquella lluvia
menuda que todo lo acariciaba. Corrí tras de ti para no volver a perderte.
Cruzó una pareja; abrazados se besaban por las calles mojadas. La ciudad
parecía sacada del fondo del mar y todos parecíamos seres anfibios a los que de
repente nos habían salido aletas. Gracias a ellas ya no te perdería más. Ibas
delante de mí con tu pelo mojado por la lluvia y por un instante sentí su olor
que me venía por el aire húmedo de la noche. Seguirte era tan fácil como nadar
en las aguas del océano para los peces. Por un momento, me pareció que aquella
noche todo el mundo seguía a alguien, que por alguna extraña ley nadie podía ir
solo por las calles. También los coches, metamorfoseados en extraños
submarinos, parecían seguirse, buscarse en las avenidas y en las rotondas.
Me alarmé cuando entraste en la estación. Quizás fueras a coger un tren;
quizás te marcharías en alguno de esos vagones
enloquecidos que pasan de largo al amanecer por estaciones solitarias y te
perdería para siempre. Sentada en un banco, un chico y una chica leían juntos
una partitura. Quizás fuera la
Sonata D.960 de Schubert, aquella que tocábamos en aquel
viejo piano de la academia de la calle Malasaña mientras Nati nos corregía la
digitación y nos pedía más expresión, que aquella sonata era una oración al
piano. Aquella sonata fue como la banda sonora de una juventud hecha de poemas
y de música, canciones en la
Facultad y de partituras de segunda mano que comprábamos en la Cuesta de Moyano y luego
leíamos en los bancos del Retiro hasta que la lluvia o la noche nos decían que
ya era tiempo de volver a casa. pero la música que seguía viviendo en nosotros
no nos dejaba separar y era como un nexo flexible que nos iba uniendo aunque
uno y otro nos alejáramos para ir a nuestras casas. Pensé que era hermoso
compartir la vida en el mismo compás, con el mismo ritmo, consiguiendo que los
corazones latieran en perfecta armonía. Se oyó el pitido de un tren y el andén
se llenó con el olor de tu ausencia. ¿Me condenarías a buscarte por cientos de
estaciones, a coger cientos de trenes, a sentarme en cientos de salas de espera
sin más compañía que los mendigos y los ancianos que buscan el calor que la
vida les ha ido robando? No, estabas en el estanco, comprando tabaco. En mi nerviosismo
había olvidado que mucha gente entra a comprar tabaco en el estanco de la
estación porque cierra media hora más tarde que los del resto de la ciudad. Así
que tan sólo había sido eso: un simple rodeo. Dejé que salieras a la calle y te
volví a seguir Doblaste una esquina y te
metiste en un bar. Yo me quedé fuera y te vi llegar hasta la barra y pedir una
cerveza. La lluvia resbalaba por mi pelo y, al apoyar la cara en el cristal,
las gotas que bajaban por mi nariz formaban pequeños arroyos que trazaban
caminos en la luna tomada de vaho que nos separaba. Hubiera querido entrar,
saludarte, besarte, decirte que te quería pero temí que todos – y tú la primera
– me tomarais por un loco. Desde fuera oía la música que iba sonando en la
vieja máquina, una antigualla que el dueño, gran aficionado al jazz, conservaba
y en el que sonaban viejos discos de no menos viejas glorias. Hasta mi puesto
en la lluvia, en la noche, en el rugir de los motores que como animales
solitarios recorrían la avenida, llegaba
la música de Thelonius Monk, de Count Basie o de Oscar Peterson. Mientras tú te
tomabas con calma tu cerveza, el saxo de
Charlie Parker pintaba con colores cálidos la sensación de que nunca había
querido a nadie como a ti; que en ti se resumía y se compendiaba todo lo que
había soñado desde que en el Instituto
empecé a ver a las chicas como algo más que simples compañeras. Cuando terminaste de tomar la caña, te
viniste hacia la puerta y entonces yo me giré para que no me vieras, muerto de
vergüenza por el temor de que por un momento hubieras podido sospechar que te
perseguía. Saliste a la calle y comenzaste de nuevo con tu marcha bajo la
lluvia. Parecía que tú marcabas el compás de las gotas que iban llenando poco a
poco los alcorques, que formaban arroyos en los bordillos y que empapaban la
tierra del parque. Olía a lluvia y como dijo un poeta, la lluvia siempre viene
del país de la infancia. Yo sabía que no podía perder aquella noche para
decirte que te quería, que, aunque
estuvieras andando hasta el amanecer, te seguiría para que acabáramos en un
país irreal en el que sólo habitan los amantes, una región más allá de las
fronteras de la ciudad, allí donde las calles acaban en malecones cuyo mar se
había fosilizado en una época remota en la que los hombres tenían todo el
tiempo para amarse y la muerte no era más que una palabra sin significado. Tan
sólo tenía que continuar siguiéndote, armarme de valor, llegar hasta ti y
decirte lo que sentía. Cuando te vi entrar en aquel portal, esperar el ascensor
en el descansillo y entrar en él, crucé a la otra acera y vi cómo se encendía
una luz en el tercero. Eras tú. Creo que entonces me volví loco porque regresé
corriendo, calle arriba, hasta las tiendas del centro. Me había dado cuenta de
que aquella noche no podía presentarme ante ti con las manos en los bolsillos;
de que aquella noche tenía que ser algo inolvidable para los dos. Pero, torpe
de mí, hasta ese momento no me había dado cuenta de que no te iba a regalar
nada cuando, al fin, nos
encontráramos Estaban cerrando y el
dependiente ya bajaba el cierre. Le pedí por favor que me abriera, que era muy
urgente. Me miró con sorpresa. De haberme dicho algo quizás me hubiera dicho
que aquello no era una farmacia de guardia sino una joyería. Me daba igual.
Entré con él y, venciendo su desgana, le pedí una sortija. Me las enseñó con la
prisa del que ya está deseando marcharse pero no me importó. Nada me importaba
aquella noche; sólo tú. Me la envolvió, se la pagué y volví a salir corriendo
como loco calle abajo, hasta el portal en donde te habías metido. De camino,
compré una botella de champagne; sí, ya sé que no era un Moët Chandom sino uno
más bien barato , pero con él íbamos a festejar algo que había cambiado
nuestras vidas. Cuando llegue hasta la
puerta del portal, noté que mis piernas habían dejado de reaccionar. Allí
estaba yo con una cajita envuelta por un dependiente que se quería marchar a su
casa a ver el partido que aquella noche ponían por la tele; allí estaba yo con
una botella y el corazón en un puño, escuchando cómo sus latidos hacían eco en
la soledad de la calle habitada por la lluvia. No me atrevía a entrar, a
buscarte, a llegar a ti. ¿Qué dirías si me vieras? Vi que se encendía la luz de
la escalera y me retiré de la puerta. Nadie podía verme allí, como un ladrón,
como un perturbado. Salió un matrimonio y se entretuvieron en abrir los
paraguas. Yo entonces – no sé cómo pude hacer eso – corrí para que la puerta no
se cerrara e introduje mi pie para que hiciera tope. Luego entré y en el portal
me fumé un cigarro mientras me sentía como un adolescente en su primera
aventura.
Si conservaba el valor, todo iría bien. Subí por la escalera hasta el
tercero. Allí estaba más nítido que nunca tu aroma, el olor de tu pelo mojado
por el mar o por la lluvia, qué mas daba. No tenía valor para llamar. Había
hecho lo más difícil: seguirte por aquel oleaje encrespado, recuperarte cuando
te creía perdida, conseguir aquella sortija de manos de aquel Proteo egoísta y
ahora no me atrevía a lo más sencillo que tan sólo era llamar, esperar a que abrieras y entregarte
ese paquete diciendo que te quería y bebernos juntos la botella que había
comprado en esa tienda del barrio que cierra tarde porque su dueño, un señor
mayor, se queda acodado en el mostrador oyendo la radio. Las quise haber
comprado en un bar porque así estarían más frescas pero el camarero me dijo de
malos modos que si quería champagne que cruzara al bar de alterne del otro lado
de la calle. Cuando aquel señor mayor dejó su tertulia radiofónica por venderme
la botella, me sentí como en le Chicago de la ley seca y escondí mi mercancía
debajo del brazo por temor a que la policía me la requisara. No me importaba si pensabas que estaba
loco. En aquella noche no me importaba
nada y creía que el mundo había dejado de ser patrimonio de los cuerdos. Fui
dando pequeños pasos. Cada paso era una victoria que conseguía sobre mí mismo,
un pequeño triunfo sobre mi timidez. Veía la puerta, tu puerta, nuestra puerta
cada vez más cerca. Ya distinguía las vetas de la madera, los detalles de la
cerradura y el ojo de un cíclope en
miniatura que te servía para saber quién estaba al otro lado de tu vida. Veía
luz debajo de aquella frontera de madera .
Mi dedo, no sé cómo
pasó, se fue acercando al timbre: primero sentí en la yema el plástico redondo
del pulsador; luego, cómo éste dejaba en
ella una pequeña marca y, finalmente, oí
el sonido inconfundible que nos informa de la presencia de alguien que desea
entrar en una casa. Se me heló el corazón cuando me di cuenta de que todo
estaba consumado; de que en breve segundos aparecerías y te vería cara a cara,
con tu pelo aún húmedo por la lluvia.
Y así
fue. Abriste mientras te secabas con una toalla blanca. Como un filtro mágico
el olor de tu pelo me traía el olor del bosque, de aquella playa en la que
pasábamos los veranos, de las tardes de
colegio en que el hermano Pedro nos mandaba pintar con las acuarelas y por la
ventana grande del aula veíamos llover y parecía que el paisaje era otra
acuarela que la tarde iba pintando con esos pinceles que eran los chopos ya
vestidos de otoño. Te quedaste sorprendida al verme. Yo también estaba mojado.
Tenía en una mano la cajita envuelta en papel de seda azul, con el lazo algo
mal puesto - ¡ay las malditas prisas del vendedor y su partido! – y en la otra
la botella de champagne. Me había quedado como una estatua a la que unos
borrachos, tras una noche de parranda, habían colocado por broma una botella y
una caja en las manos. Cuando pude reaccionar, te entregué ambas cosas.
Entonces nuestros ojos se cruzaron y por un momento me pareció que no vivías en
esa casa sino que habías llegado de aquel país sumergido y que, a lo mejor, te
estaban empezando a salir branquias y que las ocultabas con la toalla mientras
te secabas el pelo.
Cogiste la caja que yo te ofrecía tímidamente
y le quitaste la botella de las manos a
la estatua inmóvil. Me sonreíste mientras me decías con una ternura como sólo
poseen las hadas de los cuentos:
-
Vas a coger un resfriado. Anda, pasa. Creía que se te iba a olvidar
que hoy
hace diez años que nos casamos.