Hace ya trece años que escribí este cuento cuando murió San
Juan Pablo II y me sigue gustando porque, para escribirlo, no me fijé en la
figura del papa, sino en la de un hombre en el que el dolor, desde muy
temprano, había hecho presa. Sé que es impublicable en los tiempos que corren,
pero le pongo en este blog.
Gracias por leerlo
LOLEK
Amanece. Un joven
trabaja en una cantera. Sus manos se han abierto por el frío y él se para un momento para
untárselas con vaselina: es el único remedio, le ha dicho un compañero, para
que no se le abran. Apenas comprende nada. Hace poco más de diez años su madre
lo abrazaba delante de las vecinas y besándole en la frente proclamaba en voz
alta: “¡Mi Lolek será un gran hombre!” Cosa de madres. Un día, al volver de la
escuela con su gorra y su cartera, vio a
las vecinas en corro frente a su puerta. Al verlo, le dijeron: “¡Pobre Lolek,
tu madre ha muerto!” Se abrazó a su
hermano Edmund y a su padre Karol. Le pareció entonces que Wadowice era más
triste, que los bosques no eran tan hermosos, ni tan bella la visión lejana de
los montes Tatras. No entendió nada. Recordaba su vida mientras terminaba de
untarse las manos y no entendía nada. Veía a su hermano Edmund, fuerte, sano,
estudiando Medicina; le veía, ya médico,
en prácticas en el hospital de Bielsko Biala. Le veía volver a casa sonriente
pero cansado por el trabajo del hospital.
Y al poco le recordaba muerto por falta de antibióticos. De nuevo las
vecinas lo estaban esperando a la puerta de su casa: “¡Pobre Lolek, tu hermano
ha muerto!” Como si un viento negro
soplara por aquellas llanuras, su familia iba desapareciendo. Ya sólo le
quedaba su padre. Con él paseaba, daba largas caminatas por el campo, viajaba
con él a Czestochowa en donde los polacos veneran a su “Krolowa polski”, a su
reina de los polacos. Le admiraba profundamente; le recordaba aceptando el
dolor de la muerte que había llamado ya varias veces a su vida; su dolor se
hacía oración.
El trabajo de la
cantera es duro, terriblemente duro. El frío y la soledad lo hacen aún más
doloroso. El joven, para aliviar el dolor de las manos que por momentos se hace
insoportable piensa en su profesor, Mieczyslaw Kotlarczyk, y cómo éste le
aficionó al teatro. No se le daba mal y hasta se le dibuja una sonrisa cuando
piensa que hubiera sido un buen actor. Su vida entonces parecía que comenzaba a
mejorar. En aquel grupo de teatro fue feliz. Allí estaban Ginka, Halina,
Danuta, sus amigas que compartían con él las tardes de ensayo. Las recuerda
ahora cuando han parado un momento para comer. En el tajo profundo de la
cantera sólo se ve roca y un trozo pequeño de cielo allá en lo alto como una
remota esperanza. A su lado está Julius, un compañero de Universidad que es
también poeta como él. Lo conoció los primeros días de Facultad, cuando su
padre y él fueron a la antigua Cracovia para que pudiera estudiar Filosofía en
la vieja Universidad Jagellónica. Quizás
la vida no fuera tan terrible, pensó entonces.
Hace
tanto frío en las canteras de la empresa química Solvay que sus manos, abiertas
por el frío, han comenzado a sangrar. Siente un dolor intenso que le hace
sentarse en un trozo de roca que él u otro compañero han extraído de la tierra.
Siente tanto dolor como aquel día que supo que la Universidad se cerraba porque
los nazis habían hecho de Cracovia una capital de muerte y desolación. La
Gestapo había llevado a los profesores a los campos de concentración y buscaba
a los alumnos. Para no acabar en sus manos entró en aquella fábrica química. Se
oye el toque de la sirena. El trabajo ha terminado. El joven recoge su hatillo
y regresa a casa. Julius le echa una mano por el hombro y regresa con él.
Atardece.
Ha pasado un tiempo, no mucho. Lolek enciende una luz a escondidas. Si la
Gestapo viera esa luz y descubriera que en realidad lo que ese viejo caserón
esconde es un seminario clandestino, acabarían todos en Dachau o en Auschwitz.
Sobre la mesa un cuaderno, un lápiz y las obras de Juan y de Teresa, dos santos
de una tierra lejana. Una tarde un sastre amigo de su padre, el señor
Tyranowski, le prestó un libro. Al abrirlo se sintió arrebatado, arrobado por aquellas
poesías de Juan
¡Oh
cristalina fuente,
si
en esos tus semblantes plateados
formases
de repente
los
ojos deseados
que
tengo en mis entrañas dibujados!
Lolek
mira por la ventana. En la calle los muertos se acumulan junto a los bordillos.
De vez en cuando un carro siniestro pasa y los va recogiendo para echarlos a
una fosa común en donde serán quemados con cal viva y luego enterrados. Son
judíos. Polonia vive su noche más oscura. Otra vez recuerda a aquellos santos
lejanos y se le viene a su memoria un poema que aprendió casi nada más leerle:
“ Nada te turbe,
nada te espante.
Con la paciencia
todo se alcanza.
Quien a Dios tiene,
nada le falta.
Sólo Dios basta.”
Aquellos versos se
habían convertido en el escudo de su alma y aquel hombre bueno que se los
prestó por primera vez, aquel santo anónimo que había dejado su oficio de
ingeniero y se había hecho sastre para dedicar más tiempo a los jóvenes del
barrio de Debniki, le había puesto en el camino de Dios. El Cardenal Sapieha
estaba contento con su seminarista. Veía en él madera humana y, sobre todo,
profundidad espiritual. Lolek se sienta de nuevo en su mesa y piensa en otros
episodios de su vida que no entiende. ¿Por qué no murió aquella tarde de 1940
cuando se desmayó en la calle y un camión alemán lo atropelló? Podía haber
muerto en aquellas callejuelas de Cracovia llenas de sangre y de odio. Aquel
coro de vecinas le podían haber cantado a su padre la misma cantinela de
siempre pero con la letra cambiada: “¡Pobre Karol, tu hijo Lolek ha muerto!” Pero
no, no fue así. Ahora estaba solo,
completamente solo pues su padre también lo había dejado y había emprendido el
mismo camino que su madre y su hermano. Se miró un momento en el trozo de
espejo que le servía para afeitarse por las mañanas: tenía poco más de veinte
años y ya no tenía familia. Hace algo más de un año podría haber elegido el alcohol o una vida
degradante que le llevara a él mismo a la muerte. Pero no lo hizo y ahora
estaba en aquel caserón semi derruido, con su país invadido por los nazis,
queriendo seguir a Cristo para, lo más
probable, morir como otros muchos que los hijos de la muerte habían asesinado
para borrar el catolicismo de Polonia. Pero Lolek, al que ya llamaban Karol,
había escrito en su cuaderno: “Hubo un día en que supe con certeza que mi vida
no se realizaría en el amor humano, cuya belleza siempre he apreciado
profundamente” Y ese día decidió ser sacerdote.
Anochece.
La luz de la tarde se queda suspensa en el Castel Sant’Angelo, en los puentes
del Tíber, en los palacios barrocos. Un hombre recibe en sus ojos la primara
luz de las estrellas como una comunión. Se ve en la fábrica con las manos
abiertas, bajo las ruedas del camión alemán, escucha a las vecinas con su
letanía repetida. Recuerda que, en esta misma ciudad en la que ahora el sol
poniente ilumina la via de la Conciliacione,
de nuevo esa mano misteriosa que
lo salvó en Cracovia había desviado una bala que iba dirigida a su corazón.
Pero ahora ya no hay misterio. Ahora lo entiende todo. Ahora la luz le hace ver
que aquel dolor que había presidido y que presidía también ahora su vida en el
último tramo no era sino un cincel, un amoroso cincel que lo había ido tallando
y que ahora en estos días de terrible enfermedad le estaba dando los últimos
toques, los definitivos, para presentarse en la casa del Padre. No tenía miedo.
Recordaba con claridad, como viviendo en su propia memoria, los versos de la
santa abulense. Se sonrió pensando que quizás al llegar a las Moradas le
esperarían las vecinas para saludarle, para cantarle su letanía... Ahora, por
fin, entendía todo. Los años terribles
de los nazis, los no menos terribles de los comunistas, su clandestinidad, su
sufrimiento. El dolor le había llevado a
identificarse con Cristo y de esa identificación con Cristo no podía surgir más
que la identificación con el hombre, con el hombre y su dignidad; en definitiva
la identificación con el amor. Demasiado odio había visto en su vida. Había
visto demasiadas veces la crueldad de la muerte a la que sólo puede descubrir
el amor y otras tantas había visto que tan sólo en esa crueldad de la muerte se
descubre el amor.
Pero
ya oye en la lejanía la voz del pájaro solitario. Ha caído la tarde en este día
de Abril. En la enorme plaza que esta frente a su ventana oye los cantos de los
jóvenes; quizás son aquellos mismos jóvenes que le llamaban Wujek, “tío”. Cada
vez oye cantar más cerca al pájaro solitario. Ve las llanuras de Wadowice y los
montes Tatras. Una luz ilumina los páramos negros por los que ha atravesado a
veces su vida y se siente en paz. Siente su casa sosegada Ya el pájaro
solitario desciende de su rama y canta en su mano.
Boecillo,
10 de Abril de 2005.
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