Llevaban años recorriendo los caminos,
las veredas y los senderos. Llevaban años expuestos al sol abrasador del verano
y al frío hiriente, como un cuchillo, del invierno. Llevaban años queriendo
llegar hasta la frontera para poder llegar al país de promisión que se extendía
al otro lado. Los más viejos recordaban el día que salieron, el alba apenas
apuntando, los corazones latiendo con ese latido alegre que produce la
esperanza, los carros cargados con todo lo necesario para el viaje. Aquel día
pensaron que el viaje sería corto, que en pocos días llegarían a la frontera y
podrían arribar al país de sus sueños. Al comenzar a caminar, los cantos salían
alegres de sus gargantas y en todos ellos la esperanza se dejaba ver en el
brillo de sus ojos. Los niños cantaban canciones sobre aquel país añorado que
les habían enseñado en la escuela; los mayores ya hacían planes sobre su vida
"cuando atravesaran la frontera"; los viejos miraban de vez en cuando
hacia atrás añorando el país que dejaban, pero, al tiempo, su corazón renacía
con la esperanza de una tierra mejor para sus hijos y para sus nietos. Las
mujeres, que se habían informado sobre la manera de vestir de la nueva tierra,
en la sombra de los carros iban cosiendo ropas nuevas y, por la noche, al amor
de las hogueras que encendían donde acampaban, remataban sus vestidos. No
existía el presente sino como algo pasajero, como algo de puro trámite que había
que cumplir para llegar al destino final.
A los cuatro días llegaron al primer
collado y por un camino sinuoso llegaron hasta el puerto. Algunos, los más
entusiastas, pensaban que esa era ya la frontera y, con las fuerzas que dan los
comienzos, llegaron hasta arriba corriendo. Pero aquella no era la frontera; y,
clavando los ojos en el horizonte, vieron que, ante sus ojos y cubriendo todo
el paisaje, se extendían otros muchos collados que tendrían que cruzar para
llegar a donde querían. Pero aún las fuerzas eran muchas y la desilusión se
curó con unas cuantas botellas de vino y unas cuantas canciones del país que
habían dejado atrás. No les cabía duda de que en pocos días llegarían al país
de sus sueños.
Cuando llegó el otoño y ya los chopos
del camino se empezaron a vestir de amarillo, hacían parada en las alquerías y
los niños les regalaban acerolas. Y el viento del otoño les marcaba el camino
que les llevaría hasta la frontera. Ese viento frío que se levantaba por las
tardes les estrechaba un poco el corazón y sentía una inquietud en el alma.
Presentían la falta de luz del invierno, las noches frías y largas que tendrían
que pasar en el camino; la nieve y los hielos que les dificultarían el paso. A
lo lejos se veían las rastrojeras ardiendo y, en la noche, aquellos fuegos
iluminaban sus corazones que ya sentían esa soledad que alberga el invierno en
su corazón.
Por las noches, se tenían que arropar mejor en los carros y en las
carretas y por la mañana la lumbre que las mujeres prendían para hacer los
desayunos calentaba sus manos. Algunas veces, los valles se llenaban de
cendales de niebla y las nubes se agolpaban en las cumbres para decidir en qué
territorios, en qué campos descargarían su agua. Era el milagro de las primeras
lluvias después del verano; del olor a la tierra que se dejaba germinar por el
cielo. Ya en los bosques había un tapiz de hojas secas y los pasos de los
hombres, de las caballerías y de los carros lo hacían crujir a su paso.
Llegó el invierno y todavía no habían cruzado la frontera. La nieve
llenó los caminos y los carros marchaban con dificultad. El frío les cortaba la
cara y las manos, cubiertas con gruesas manoplas de piel, se movían torpes en
las labores. Las mujeres apenas salían de los carros y mantenían con ellas a
los niños. Por primera vez, sintieron que la frontera estaba lejos y pensaron
en racionar los alimentos que habían llevado de su país. Durante el verano y el
otoño, los campesinos generosos les ofrecían sus frutos, pero el invierno había
dejado tan sólo una vida amortajada bajo una capa de nieve. Los niños no podían
comer las zarzamoras de los tapiales ni robar, a escondidas de su padres, las
ciruelas de las josas. El largo invierno había venido para quedarse varios
meses y las provisiones tenían que llegar para la primavera, cuando el mirlo
empezara a cantar.
Una noche, en medio de los más crudo del invierno y cuando ya los
alimentos eran tan escasos que apenas les llegaban para todos, vieron venir a
un grupo de gente entre la nieve. Al igual que ellos, iban arrebujados en las
carros y la delgadez de sus rostros señalaba a las claras que también el hambre
estaba haciendo mella en ellos. Cuando se cruzaron, el que parecía el guía tiró
de las riendas de su carro para pararse. El que desde el primer había guiado a
aquellas gentes en la búsqueda de esa otra vida mejor que había tras la
frontera, paró también su carro:
-
¿A dónde vais? – les
dijo el primero.
-
Vamos en busca de la
frontera. Nos han dicho que del otro lado hay
una
tierra de promisión.
Una carcajada sombría salió de la boca de aquel hombre.
-
¿De la frontera,
dices? Nosotros también salimos un día buscando la
frontera
y ya ves cómo volvemos: con frío, sin fuerzas y muertos de hambre. No merece la
pena que sigáis adelante. volved a vuestras tierras como volvemos nosotros y
dejad en paz la frontera: no es más que una mentira que nos cuentan los
ancianos para poder seguir viviendo esta vida tan estúpida.
El viento se quedó un momento callado.
Todo el paisaje, con los árboles helado y los arroyos enmudecidos, se quedó en
silencio como si se hubiera revelado un gran secreto, como si la creación
entera esperara la respuesta. Todos se miraron unos a otros y las mujeres
arrebujaron más a los niños en sus chales. Entonces fue cuando Andrés, el más
joven de los emigrados, se llegó corriendo hasta las bridas del carro que abría
la marcha y, sentándose en el pescante, gritó a los caballos:
- ¡Arre! ¡Arre! ¡Arre! Y vosotros ¿por
qué os dejáis llevar por su desánimo? Ellos han fracasado; quizás no supieron
encontrar el camino, pero nosotros lo encontraremos y llegaremos y guiaremos a
estos hermanos perdidos hasta las tierras que nos esperan. ¡Ánimo, compañeros!
Un día los hielos serán agua que esponje las glebas de las que saldrán los
trigos que saciarán nuestra hambre. Mientras, algún alma caritativa no nos
negará un mendrugo pan y media azumbre de vino.
Y, subido en el pescante, los animaba moviendo las manos y los brazos.
Poco a poco, los carros se fueron poniendo en marcha y siguiendo su
camino. Al final de la caravana, se colocaron los que ya estaban de regreso,
los poseídos por el desánimo a los que las palabras de aquel muchacho había
hecho reverdecer su esperanza.
Y así, sin nadie que les negara su
mendrugo de pan ni su media azumbre de vino, llegó la primavera y cuando el
mirlo cantó, ya las tardes se alargaban y el camino se hacía sencillo y fácil.
Las noches no albergaban en su seno la tiniebla y el frío del invierno y
parecía que pasaban antes, que antes llegaba la luz del alba por los cerros
lejanos.
Un día, llegaron a un río. Era un río
ancho y hermoso y formaba meandros. Desde uno de ellos vieron cómo el sol se
paraba sobre la corriente y en aquella mañana de primavera pensaron en quedarse
para siempre en esa tierra. Los monjes de un monasterio cercano los acogieron y
les ofrecieron de comer. Pensaron que no sería difícil conseguir unas tierras y
quedarse allí. Aquella curva del río era muy hermosa y las tierras regadas por
el río muy fértiles. Quizás esa era su tierra prometida y ya no hacía falta que
fueran hasta la frontera. Lo pensaron y decidieron quedarse. Las tiendas
dejaron paso a casa de piedra que los hombres construyeron. Allí morarían.
Pero pasó aquella primavera y llegó el
verano. Y, cuando pasó el verano, y los días iban siendo más cortos, los
hombres sintieron una extraña sensación en su pecho. Aquella tierra les había
dado su fruto: nada le podían reprochar, pero el recuerdo de la frontera se asentó de nuevo en sus mientes. Primero en
los ancianos, cuyos padres ya les habían hablado de ella; luego en los hombres,
ya padres de hijos adolescentes; luego, en los muchachos y en los niños en cuya
memoria volvía a surgir el recuerdo de la tierra de la que tanto les habían
hablado. Y un día abandonaron las casas de piedra y se hicieron de nuevo al
camino.
Pasaron meses y estaciones, años quizás
de caminos que serpenteaban por los collados buscando los puertos. Un día, un
joven llegó corriendo hasta las tiendas para anunciar que allá en la lejanía
había visto un collado diferente. Ondeaban banderas de colores y hombres y
mujeres se movían en un mercado multicolor. "Hasta incluso - dijo - he
oído la algarabía de su voces". Era, sin duda, la frontera. Arrearon a los
caballos y cruzaron veloces el espacio que les separaba de lo que el muchacho
había contado. Cuando empezaron a subir el puerto, el último puerto que iban a
subir en su vida pues, al cruzarlo, se quedarían en aquellas tierras de
promisión, sus corazones golpeaban su pecho con frenesí. Los caballos corrían
fustigados por los hombres que iban en los pescantes de los carros.
Y llegaron arriba. Allí estaban las
banderas de colores y la algarabía de gentes. Miraron a un lado y a otro y
buscaron los carteles que indicaran que aquello era el final de su camino, pero
nada ponía; tan sólo, del otro lado del puerto, el camino que continuaba
imperturbable hacia otros collados. Entonces se miraron unos a otros y con el
corazón un poco más encogido siguieron caminando porque sabían que un día no
muy lejano, tras llegar a otros collados que los engañarían con sus guirnaldas,
tras pasar otros inviernos con hambre y con desesperanza y otros veranos en los
que la sed les hiciera recordar la sombra fresca de los abedules y los mansos
arroyos, llegarían a aquella tierra que buscaban. Y los cascabeles de los
collerones acompañaban sus alegres canciones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario