LOS CABALLOS DEL
CORONEL
El Coronel se miraba
sus botas de piel que relucían bien lustradas por el asistente que, con la mano
en la sien, marcial y firme, le hacía el saludo militar de ordenanza mientras
el sol de la mañana, el mismo que ya se reflejaba en el río y en las huertas
que bordeaban la vieja ciudad, aún dormida, aún soñando con sus monasterios y
sus palacios, se filtraba por el visillo de encaje, obra sutil, casi mística de
la mujer del jefe militar que a esas horas tan tempranas aún reposaba en la habitación del linajudo
palacio que habitaba con su marido por razón del puesto militar de aquel que era, a la sazón, Director de la Academia
militar que aquella ciudad de silencios - sólo turbados por la voz grave de las
campanas catedralicias o por la voz juvenil y alegre de la esquila que tocaba a
misa en San Elpidio- albergaba en el
centro de su corazón de piedra. Aquel rayo de sol se aburría de reflejarse en
las botas del militar y buscó las copas de cristal labrado que había en el aparador, la pluma de oro con filigranas de
orfebre que dormitaba sobre la mesa en la que el jefe y director firmaba sus
importantes partes y oficios; partes y oficios que se comentaban después en el
bar de oficiales entre el humo de los cigarrillos y el olor a café de puchero;
en la calle Mayor, mientras los militares paseaban con sus mujeres por los
soportales y les hacían saber los
pormenores de la vida diaria de la Academia; en el mercado, en donde las
militaras los comentaban entre sí y se quejaban de que ninguno de ellos tuviera
por contenido un aumento de paga, que ya estaban cansadas de pedir a los vendedores que les anotaran la
compra y liquidarla a primeros de mes
para volver al poco a
la misma situación. Poco tiempo llevaba el Coronel
en su puesto y aún estaba en ese estado, común a todos los que tienen que
mandar, en que los subordinados los observan con precisión de entomólogo para
conocer bien su carácter, sus maneras, en definitiva, sus puntos flacos para,
una vez conocidos, poder sobrellevar mejor sus mandatos y tener sus claros de
libertad. Así ocurre en las aulas con un nuevo profesor, en las oficinas con un
nuevo jefe y así ocurría en aquella ciudad, nido de águilas tallado en piedra,
en el que era el militar de más rango.
Firme seguía el asistente en su saludo, esperando la orden de descanso.
Cuando el Coronel se la dio, el muchacho, un joven hijo de labradores de la
provincia, la cara curtida por los soles y las manos encallecidas por el duro
trabajo del campo, le leyó el orden del día: algunas visitas oficiales, un
asunto disciplinario y poco más. Mientras se lo leía, el Coronel miraba por la
ventana. La niebla tapaba como un embozo la sierra lejana y una lengua
desgarrada de las nubes principales se distraía en ir lamiendo la corriente del
río. No estaba mal aquel destino: había mejorado en la paga, había ascendido y
tenía una buena casa. Sin embargo algo había que turbaba la felicidad del
Coronel y ese detalle que le desazonaba era que no había instalaciones de
hípica. Él era un gran jinete y en sus otros destinos siempre había tenido un
buen picadero para poder montar a caballo. Con tantos años de práctica había
conseguido hacerse un prestigio entre sus compañeros y, en la actualidad, su
nombre sonaba como futuro integrante del equipo que representaría a su país en
las Olimpiadas. Cuando salió de su último destino, su nivel era muy alto, tan
alto que el General encargado de seleccionar los militares que entrarían a
formar parte del equipo nacional casi le aseguró que podría pasearse por las
orillas del río que pasaba por la ciudad en donde se celebrarían los juegos.
Sin embargo, ahora, si no podía montar, su nivel bajaría y era muy probable que
otros oficiales lo aventajaran. Cuando el general lo nombró director de la
Academia, no iba a entrar en tiquis
miquis, pero ya se dio cuenta de que adonde iba no podría disfrutar de su
pasión favorita. Había que buscar una solución pronta a tan grave problema.
El
Coronel seguía mirando por la ventana y el recluta , algo osado por su parte,
se atrevió a decirle que si no ordenaba nada más y que si daba su permiso. El
Coronel, arrancado de su sueño equino, apenas balbuceó “un puede retirarse” que
el joven aprovechó para salir lo más pronto posible por la hermosa puerta de
arco conopial. Al bajar, el muchacho se paró frente a una ventana que daba luz
al hueco de la escalera y miró a través de ella. El sol ya se había aburrido
también de jugar en el despacho del Coronel y ahora jugaba en la torre de una
iglesia románica que estaba frente a la Academia. Al soldado le gustaba ver
aquella iglesia con su portada sencilla de arco de medio punto que le recordaba
a la de su pueblo. Además, cuando nevaba, la nieve se quedaba en los arcos como
suspendida y le recordaba cómo también en el huerto de su padre la nieve temprana
de octubre se quedaba a veces en las
manzanas y les formaba como una coronita blanca que era lo más ligero y
delicado que él había visto nunca. Parecía como si una mano las hubiera
escarchado con azúcar. El muchacho pensó en su madre, que a esas horas estaría
haciéndole la comida a padre, y siguió bajando por la escalera. El Coronel se dirigió hacia su mesa, tomó
asiento en la butaca y abrió la carpeta de las firmas para estampar en los
documentos del día su firma solemne, rotunda, trazada de un solo trazo, como
corresponde a un vencedor, a uno de esos hombres que estaban haciendo un nuevo
país, tan alejado de aquel otro que era antes: un país de bárbaros que
destrozaban todo lo que pillaban. Recordaba allá en la capital a las turbas
regocijándose con las llamas, enloquecidas por el odio. Pero, por fortuna, todo
eso había cambiado y hombres como él estaban construyendo un país basado en los
valores eternos que aquellos salvajes habían olvidado. En tan gloriosos pensamientos le sorprendió
otra vez el asistente para traerle alguna nueva sin importancia: oficios de
rutina, partes sin trascendencia. El sol, aburrido, ya andaba recorriendo la
pétrea fábrica de la Catedral. El Coronel firmó los partes y los oficios y se
retrepó en su sillón de cuero. Luego sacó un cigarro puro de la caja en la que
los guardaba y lo encendió. La luz se filtraba por los encajes de los visillos
buscando las volutas de humo que salían de la boca del jefe militar. No, pensó
usía, por nada del mundo debo de quedarme fuera del equipo olímpico.
Fue
en una mañana de primavera cuando al Coronel le vino la inspiración casi
divina. Había oído misa en la capilla de la Academia y pasó a su despacho. Tras
el juego del sol en sus botas y el parte del asistente, se quedó muy fijo
mirando por la ventana. El fino encaje
del visillo rozaba su recién afeitada cara y sintió algo parecido al placer.
Pero ese pequeñísimo placer no tenía comparación con el que estaba sintiendo al
contemplar, como en una visión, que ahí delante de él se podría hacer el
picadero que tanto deseaba. Volvió en
seguida a su mesa y dibujó, con su pluma de oro adornada con filigranas de
orfebre, el plano soñado en papel verjurado: ese era, a grandes rasgos, su
sueño. Al instante tomó una cuartilla, que llevaba en su esquina superior
izquierda el membrete de la Academia militar que dirigía, y comenzó a escribir
al General de la Plaza y al Capitán General de la Región Militar
correspondiente. Argumentó la necesidad del picadero diciendo que era bueno
para los cadetes el arte ecuestre, fuera cual fuera la especialidad de la
Academia militar; que en aquel nuevo país que estaban construyendo no se
entendía un buen militar que no dominara la monta e incluso algo de doma. No
argumentó, como es lógico, su deseo de pertenecer al equipo olímpico, que no se
vería cumplido si no entrenaba lo suficiente, ni que se aburría enormemente en
aquella provincia construida con sillares
de piedra. Firmó y rubricó ambas
cartas y llamó al asistente que, tras cuadrarse como mandan las
ordenanzas con firme taconazo, las recogió y, tras repetir el marcial saludo,
salió de nuevo por la puerta de arco conopial. Ahora sólo faltaba esperar. Pero
no creía que mucho tiempo porque aquellos a los que había escrito eran amigos
suyos y entenderían su idea y le darían
los permisos oportunos para construir su picadero. Mientras tanto podría ir
practicando en la finca de unos terratenientes cercanos que se la habían
ofrecido y que de la que él no había hecho uso por no dar la impresión que
abusaba. No iban a tener al militar para siempre en su finca comiendo la sopa
boba. Sin embargo, ahora, con el picadero en construcción, verían que era algo
provisional, de unos meses nada más, y podría acercarse por allí algún sábado.
Porque el proyecto era muy sencillo:
enfrente de la Academia había un viejo palacio renacentista deshabitado.
Bastaría con echarlo abajo y construir
su picadero en el solar. A nadie le iba a importar un palacio más o menos en una ciudad en la que lo que
sobraban eran palacios. Ahora sólo quedaba aguardar a que sus amigos le
aprobaran el proyecto. Y seguro que se darían prisa. El país no podía esperar.
El asistente penetró
por la puerta de arco conopial y se cuadró tras marcial taconazo y saludo. En
su mano destacando en su piel morena de las labores del campo se veía un sobre
con membrete de Capitanía. Sin duda, ahí estaba la contestación del Capitán
General a su solicitud. ¿Cómo habría tardado casi cinco meses en contestarle?
Apenas el muchacho le entregó el sobre, el lo rasgó con ansiedad y se puso a
leer su contenido. El asistente se atrevió a preguntarle que si usía no
ordenaba nada más. No, nada; se puede retirar.
Y, tras el marcial saludo, salió por la puerta de arco conopial y dejó
al Coronel leyendo. A medida que leía su cara se iba demudando. ¿Era posible
eso? ¿Le iban a negar el permiso para su picadero porque un funcionario de tres
al cuarto de Bellas Artes se negaba, le ponía reparos a él, un constructor del
nuevo país en el que los bárbaros no tendrían cabida? Si eso era cierto, y lo
tendría que ser porque su fe era ciega en el Capitán General, buen amigo y camarada, y el proyecto se veía obstaculizado por un
funcionarillo, ese pobre desgraciado se iba a acordar de él. Le enseñaría a no
oponerse a sus deseos cuyos únicos fines era la mayor gloria de ese país que
habían destrozado los miserables funcionarios como ése. ¡Y que se anduviera con
mucho cuidado porque a lo mejor buscando, buscando resultaba que aquel
desgraciado tenía algún pasado oscuro, ya me entiende su Excelencia, algún
familiar, él mismo, vaya usted a saber, que tuvieron algo que ver con la
barbarie y entonces a aquel pobrecillo quizás dos tiros le iban a tapar la boca
para siempre! No había que andarse con contemplaciones: ya no había lugar para
chiquilladas de palacios renacentistas, para sensibilidades de depravados.
Había leído en los periódicos los nombres que sonaban para el equipo nacional
de hípica y el suyo no estaba entre ellos. Sin duda, el General consideraba que
los meses que llevaba sin entrenar habían embotado sus dotes ecuestres. Lleno
de ira cogió su pluma de oro y en las cuartillas de la Academia escribió de
nuevo al capitán General. El sol, ajeno a todo, aburrido de reflejarse en los
bolas doradas de los balcones del Hotel Europeo, jugaba otra vez en el encaje de la ventana de la Academia
militar.
El
Coronel se estaba mirando sus botas de piel bien lustradas cuando el asistente
pidió permiso para entrar, se cuadró e hizo el saludo firme, recio, marcial. En
su mano morena de campesino llevaba un sobre de Capitanía. El Coronel lo abrió
con ansia. Su mirada se serenaba a medida que iba leyendo: esa misma mañana una cuadrilla de obreros
procederían a derribar el viejo palacio renacentista. No había tenido que hacer
mucha fuerza: había bastado una amenaza de exilio para que aquel funcionario
callara. Silencio o exilio: que eligiera.
Seguía mirando por la ventana y vio que de un camión se bajaba unos
obreros que con picos y palas se dirigían hacia el palacio que tenía la osadía
de oponerse a sus planes, de oponerse a la construcción de un país nuevo.¡Qué
payasada la de aquel pobre funcionario de Bellas Artes el querer oponerse a
los intereses sacrosantos de la Patria!
La belleza, el patrimonio artístico que debe ser conservado como un bien más
del país, lo estético, la poesía que vive en los ajimeces en los que quizás una
dama esperaba a un trovador; aquel pobre hombre hablaba como aquellos poetas y
profesores muertos de hambre que no tenían ni tomarse un café. Había que verlos
sentados en las mesas del Europeo hablando de lo que no entendían. Porque ¿qué
iban a saber ellos de construir países nuevos?. Dentro de muy poco en aquel
solar se iba a construir su picadero y podría entrenar. De nuevo su nombre
volvería a sonar entre los jinetes que representaría a la nación en los Juegos
Olímpicos. Ya se sentía practicando en las nuevas instalaciones, con sus botas
de piel bien lustradas por el asistente, su mirada de vencedor, con la mano
firme en las bridas. Los obreros habían comenzado a desmantelar la vieja
iglesia románica. El recluta seguía firme. El Coronel, embebido en su
victoria, no había reparado en el pobre
muchacho. Cuando lo hizo, le dio la orden de retirarse. El joven agricultor se
cuadró, le hizo el saludo de ordenanza y salió por la puerta de arco conopial.
Al bajar por la escalera, se paró ante la ventana, vio cómo derribaban el palacio y sintió pena.
Parecía que estaban derribando el caserón antiguo de labranza que había en su
pueblo , aquél en el que la nieve se quedaba suspendida en los alfeizares de las
ventanas como las nevadas tempranas de octubre en las manzanas que su padre
tenía en la tosa. Un gota de vaho condensado resbalaba por el cristal y la
lengua desgarrada de una nube, que se
distraía en lamer el río todas las mañanas, aquel día había subido calle arriba
y se había atrevido a llegarse hasta la Academia y cubrir a los peones que
trabajaban en el derribo. Ahora el pobre muchacho sólo veía monigotes que se
movían entre la niebla. Mira, se dijo para sí, si lo viera mi abuela diría que hasta al mismo Dios le ha dado vergüenza ajena y ha mandado a la niebla para
que tape este atropello. A partir de ahora, cuando me licencien y vuelva a
casa, veré las manzanas coronadas por la
nieve de octubre y me acordaré de este
palacio que el Coronel ha mandado
derribar y que tanto me recordaba a la casona de mi pueblo. El muchacho se
quedó mirando muy fijo una gota de vaho condensado que resbalaba por el cristal
y luego, cuando la gota, tras llegar al marco de la ventana y dudar si quedarse
en la masilla del cristal o seguir resbalando, optó por reposar en el
cerquillo, se fue bajando muy despacio por las escaleras, como si con su
tardanza demorara también el atropello que se estaba practicando frente a la
Academia; como si la lentitud que
imprimía a sus miembros se pudiera contagiar también a los trabajadores
encargados del derribo; como si su ocultamiento en las sombras del pasillo
tuviera el poder también de ocultar la ignominia y la vergüenza. Lo pensaba una
y otra vez pero seguía sin entender por qué sus superiores habían dado aquella
orden que él no comprendía y que mandaba quitar de allí aquel palacio. El no
entendía la orden pero tenía que ser justa porque para eso eran los jefes y los
jefes, ya se sabe, tan sólo por serlo, siempre son justos.
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