Este cuento lo he tenido siempre en la memoria. Es un
homenaje a mi abuelo Julio, que siempre iba en su bicicleta a las tierras de El
Pico del Águila, un pago lagunero en el camino de Puenteduero. Es un cuento
cargado de esperanza porque quizás la muerte, la muerte tan temida, no sea más
que eso: cruzar la acequia y encontrarnos con aquellos que han sido nuestra
vida. ¡Que os guste! Sé que es impublicable, pero me gusta a mí que soy su
autor.,
LOS MEMBRILLOS
Salió como siempre aquella mañana por el
caminillo que bordeaba la acequia. Los chopos que la custodiaban ya llevaban
más de un mes amarilleando y ahora habían
llegado a su máxima belleza. Dentro de poco el viento del norte y el
ábrego los desnudarían y serían como viejos pinceles que habían perdido sus
cerdas. Iba como siempre en su bicicleta, con una caja para poder recoger la fruta. A lo lejos el
pueblo aún se cubría con la niebla como un niño perezoso que se hacía el
remolón para levantarse. Pedaleaba con fuerza, casi con brío pese a sus muchos
años. Conocía aquel camino desde siempre; lo había recorrido de niño cuando
llevaba la comida a su padre en un hatillo; de joven, para bañarse en los
almorrones y de paso espiar a las chicas que hacían lo propio en otros
almorrones más alejados. Por aquel camino paseó cuando murió su madre y no
quiso que en el pueblo le vieran llorar, que decían que no era de hombres. Ya
de mayor había recorrido ese mismo camino para ir a las tierras, para ir al
duro trabajo que le esperaba entre los surcos. Y ahora, en esa mañana de noviembre,
pedaleaba alegre mientras el sol iba haciendo jirones la niebla. Hacía frío.
Tenía la cara helada. Las manos, agarradas al manillar, apenas las sentía y el
viento se colaba por toda su ropa. El pueblo seguía firme en su resolución de
no levantarse, de quedarse más tiempo remoloneando en su embozo de niebla.
Cuando
llegó al pago que llamaban el Pico del Águila, dejó la acequia y torció por un
sendero a la derecha. Vio en seguida la casilla que le había servido, en los
años de dura brega, para guardar los
aperos y para refugiarse cuando venía algún nublado y siguió hasta ella. Se
bajó de la bicicleta y la dejó apoyada junto a la pared de adobe que él mismo
hacía ya muchos años había enjalbegado. Luego miró a la ringlera de membrillos
que servían de linde a la tierra. Los había plantado también él cuando la
compró. ¡Bien se acordaba de cómo plantó membrillos, higueras y manzanos para
que dieran fruta! De eso habían pasado, más o menos, cuarenta años. Los chicos
eran pequeños y le habían ayudado a plantarlos; ahora, cada uno tenía su vida y
le venían a visitar cuando podían, ocupados con sus familias y con sus
trabajos. La vida era así: de nueve que habían sido en casa ya sólo quedaba él
y, a veces, el silencio espeso de las habitaciones parecía que no le dejaba
andar por ellas; parecía que aquella
masa viscosa compuesta de frío, oscuridad y ausencia de sonidos había tomado la
casa en la que nunca habían faltado las voces de los hijos, las órdenes dulces
de la madre y las bromas y los cantes del padre. Pensando en estas cosas se encaminó hacia los
árboles con un saco pequeño. Vio que tan sólo con los que de maduros habían
caído de las ramas podía llenar el saco. Con algunos años menos hubiera podido
subirse a las ramas y haber cogido muchos más; había para llenar cinco o seis
sacos. Pero con esos que iba recogiendo le bastaban. Con mucho cuidado para que
no se macaran los iba colocando en su saco y, cuando lo llenó, al levantar la
cabeza, vio que el pueblo ya había salido de su embozo de niebla y que sobre él
lucía un sol de otoño que lo hacía más hermoso, más limpio, más nítido. La
verdad es que el pueblo era muy bonito visto desde aquí. No se había fijado mucho en esos detalles
otras veces porque desde hacía muchos años había venido a estas tierras a
trabajar como un loco: había que sacar a siete hijos adelante y no había mucho
tiempo para las contemplaciones estéticas. Pero hoy, sin prisa, todo le parecía
de una hermosura desconocida. Aquel pago lo había visto muchas veces: cuando
trabajando, levantaba un momento la cabeza para tomar respiro; desde el
pescante del carro; desde la bicicleta. Lo había visto muchas veces pero hoy,
no sabía bien por qué lo veía distinto, diferente. ¿Sería el color dorado de
los chopos que creaba como un filtro mágico? No lo podía precisar. Se cargó su
saquito de membrillos a la espalda y se encaminó a la casilla. Allí de nuevo,
con mucho cuidado para que no se macaran, los fue depositando en la caja. ¡Eran
muy hermosos! Tan hermosos que no los iba a vender todos y se iba a quedar con
algunos para que dieran olor en las habitaciones de la casa, para que fueran
una candela amarilla en la oscuridad del silencio. Notó que estaba sudando y
que el aire frío de la mañana le enfriaba el sudor de la frente. Se caló más la
gorra; los catarros no eran buenos y no quería coger uno ya en el otoño. Montó
en su bicicleta y se encaminó de nuevo a la acequia. El dorado de los chopos
hacía que la luz fuera también dorada, que todo estuviera bañado como por una
luz mágica. Penetró en esa luz y subió al camino estrecho que bordeaba la
acequia. Comenzó a pedalear. En la caja de la bicicleta también los membrillos
se fueron revistiendo de una luz no usada, de una luz como nunca había visto.
Al
principio fue un eco lejano pero luego oyó unos cantes flamencos. Pensó que
serían los gitanos que estaban cogiendo patatas al otro lado de la acequia y
que se entretenían cantando unos tangos o unas cantiñas; pero conocía aquella
voz. Al irse acercando, se dio cuenta de que aquella voz era de su amigo Félix
con el que había compartido muchas tardes de coplas y cantes. Pero ¿cómo podía
ser si Félix llevaba muerto la friolera de treinta años? Pensó que era una pena
hacerse viejo porque ya no era lo malo el que te quedaras sordo sino que ya no
sabías lo que oías. Pero, a todo esto, vio que la luz de los chopos se hacía
cada vez más dorada; era tan hermosa como él no la había visto nunca. Seguía
sonando la voz de Félix al otro lado de la acequia y, sin venir a cuento,
empezó a recordar su niñez. La había recordado muchas veces pero ahora la
recordaba de una forma tal que era como si lo estuviera viviendo. ¿Quiénes eran
esos que estaban al otro lado de la acequia? Reconoció a antiguos amigos, a
gentes del pueblo que ya hacía muchos años que habían cruzado a la otra orilla.
Frenó la bicicleta y se quedó parado escuchando. Oía las voces y veía las
figuras que se movían con la misma agilidad de cuando eran jóvenes. ¿Qué estaba
pasando? Se bajó de su vieja bicicleta y la dejó apoyada en un chopo. ¿Cómo
podía ser que al otro lado de la acequia, en la otra orilla viera a su cuñado
Lorenzo o a Don Bautista, el cura con el que tuvo tan buena amistad? Además, si
la vista no le fallaba, se estaban acercando hacia él poco a poco, como si
vinieran a decirle algo. Don Bautista avanzaba seguro, fumando en su pipa hecha
con una pata de conejo y su cuñado hasta le hacía señales con los brazos para
que se acercara. Esto no podía ser real, no podía ser verdad lo que estaba
viendo. No recordaba haberse excedido con su copita de aguardiente de pepino
que tomaba en ayunas porque decía que le quitaba el dolor de barriga. De lo que
no cabía duda era de que cada vez estaban más cerca, de que se llegaban hasta
él, de que le daban de mano. De entre aquellas gentes que estaban del otro lado,
empezó a reconocer a vecinos, amigos, compañeros en los años difíciles en los
que de una peseta había que hacer cuatro. También vio a un nieto al que un
desgraciado accidente de tráfico le quitó la vida. Ahora estaban tan cerca de
él que les reconocía las caras perfectamente. Y vio cómo le sonreían. De
pronto, se fueron apartando para dejar paso a alguien que venía andando desde
el fondo de aquella escena. Era una mujer morena cuya cara, que todavía no veía
bien, le sonaba mucho. La mujer avanzaba segura, firme, con un paso decidido,
mientras los demás la iban abriendo un pasillo para que avanzara hasta los
chopos de la acequia. Le parecía que era ella pero aquello no podía ser. Algo
le pasaba. Notó cómo un frío extraño recorría su cuerpo y entonces aquella
mujer, su mujer, que había muerto hacía nueve años, se paró justo en la otra
orilla de la acequia. Era ella, no le cabía duda pero tal y como la conoció
setenta años atrás cuando acababa de llegar de Toro. Le gustó aquella chica
morena de ojos negros y se dijo y la dijo: tú conmigo para siempre. Y así fue.
Le dio siete hijos y luego, un mal día de junio, cuando el olor de la felicidad
llenaba el pueblo, se fue. Era ley de vida pero él no entendió nunca esa ley de
la vida que le obligaba a quedarse solo. Ahora se estaban mirando como se
miraron la primera vez. Ella le dijo:
-
Sigues teniendo el lunar en le mismo sitio. ¿Sabes que una de las
cosas que me enamoraron de ti fue ese lunar? Y se reía con ganas al ver la cara
de susto que ponía.
Luego, la mujer se acercó más a
la corriente de agua y alargó la mano.
Él se acercó también porque tuvo miedo de que se
cayera al agua, que últimamente andaba muy torpe de las piernas esta mujer.
-
Ten cuidado no te caigas que no te vendría nada bien una mojadura con
el reuma que tienes.
Ella se volvió a reír.
-
Anda, dame la mano y vente conmigo; vente con nosotros que ya te
estamos esperando.
Y le
alargó la mano casi hasta el centro de la corriente. Él, al cogerse a ella,
sintió una fuerza que le arrastraba, un calor que llenaba sus médulas
envejecidas. Notó que su sangre volvía a correr ligera por sus venas como un
torrente; notó que recorría sus venas con la misma fuerza que en aquellos años
en que se llegaba hasta el pueblo de al lado para comprar ladrillos o para
echar unas coplas en la taberna. Agarrado a la mano de su mujer cruzó en un
vuelo la acequia y llegó hasta el otro lado. Allí la luz de los chopos era tan
dorada como no la había visto nunca y todos parecían reflejados por la luz. Don
Bautista, siempre tan de broma, le recordó que tenía una partida a medias con
él, aquella que no habían terminado cuando se tuvo que marchar porque una
tormenta, que había venido de la parte de Ataquines, amenazaba con dejar un
pedrisco y arruinar la cosecha de pimientos. Uno a uno fue saludando a todos y
hasta se atrevió a echar unas coplas que le sorprendieron porque era su voz la
de aquel chaval que había enamorado a la toresana. Al acabar la coplilla, miró
a su mujer:
-
Ya tenía ganas de volver a verte.
-
Yo también. A saber cómo me tendrás la casa.
Y él se puso colorado porque en
eso de la casa era un desastre, que ni
un huevo se sabía hacer cuando lo dejó. Y ella se acercó
a él y se besaron como aquel día en que sus labios se unieron por primera vez
setenta años atrás. Luego, cogidos de la mano, se fueron con los demás luz
adentro, por un sendero que él nunca había visto pero que recorría confiado. Y
notó que su corazón se le llenaba de alegría y que empezaba a cantar de nuevo.
Era tan feliz y además con una felicidad que nadie ya le iba a arrebatar. Miró
a su mujer; ella lo miró y ellos y los demás se hicieron luz, luz dorada de
chopos en aquella mañana de noviembre.
Cuando
el juez de guardia llegó al lugar de los hechos, encontró la bicicleta apoyada
en el chopo y el cuerpo del anciano al
otro lado de la acequia. Sin duda, le dijo al ayudante, se ha dado un mal golpe
al querer cruzar. ¿No se darán cuenta estas personas mayores que ya no están
para estos trotes? Y luego, en silencio, procedió con su trabajo de rutina
mientras el ayudante, sin que le viera el juez, se quedaba con el membrillo más
hermoso de la caja que llevaba en su bicicleta Julio.
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