A
este cuento lo quiero mucho y me acompañó durante mi exilio abulense. Está basado en un
hecho real del que, por discreción, no puedo dar más datos.
LA
ESTADÍSTICA
Sonó el teléfono aquella mañana en la Dirección Provincial de
Agricultura de la Lejana Provincia. De la centralita al despacho de la
secretaria del Director Provincial; del despacho de la secretaria a las manos
mismas del Director Provincial, la llamada fue escalando pisos, atravesando
paredes y por fin llegó al tímpano del alto funcionario provincial.
-
Dígame
Una conversación técnica llenó el oído interno del jerarca agrario y
en medio del galimatías administrativo una cosa estaba clara: necesitaban sin
falta la estadística habitual de todos los años para dentro de quince días.
De nada valía protestar diciendo que otros años se había concedido más tiempo;
de nada valía decir que las obras en la Dirección Provincial habían entorpecido
la recogida y el proceso de datos; no valía nada. La voz firme y clara,
autoritaria y potente del funcionario central lo dejaba bien claro: la fecha
tope era el día 17 de Febrero; ni un día más ni un día menos.
Fue colgar y al momento comenzar a levantar teléfonos, pulsar botones
de mensáfonos, llamar a voces a la paciente secretaria para darle órdenes: “lo
primero la reunión de directores de granjas de toda la provincia mañana a las
nueve. Sin falta. Daré las instrucciones pertinentes y en pocos días podremos
mandar la estadística a la capital”.
La
secretaria le sacó de su ensueño. En algunas granjas no contestaban al teléfono
o los directores no estaban en las instalaciones. “No creo que se pueda hacer
esa reunión mañana a las nueve” le dijo Carmen, la paciente secretaria. “No se
puede confiar en esta gente – pensó- en cuanto te despistas te la juegan”.
Llamó de nuevo a la secretaria y le pidió que llamara a todos los jefes de la
Dirección Provincial. Había que trazar una estrategia común para que en poco tiempo
el encargo pedido saliera rumbo a la
capital del país. “¿Ha contactado ya con los directores?” - preguntó a la secretaria. “Si, señor. ya les
he transmitido a algunos sus órdenes. A otros sigo insistiendo a ver si se
ponen al teléfono y se lo puedo decir.”
“Bien. Siga insistiendo. Mientras tanto llame a los jefes de la Dirección Provincial para irles dando el plan
básico de actuación.”.
Los
jefes de la Dirección Provincial llegaron sumisos al despacho. Aceptaron las
consignas del Director Provincial como un grupo de oficiales acata las órdenes
de su general ante una misión difícil y se repartieron por sus despachos. Se
reafirmaron, eso sí, en hacer una reunión urgente de directores de granjas el
lunes próximo para transmitirles las directrices que habían trazado para
alcanzar el objetivo. El fruto sería bueno,
muy bueno y en la capital del
país iban a saber que en aquella lejana provincia las cosas funcionaban bien. Mejor que bien: muy bien.
Tenía que
quedar una obra perfecta, sin un solo fallo; una obra que sirviera como ejemplo
para otras Direcciones. El señor Director Provincial se retrepó ufano en su
sillón y miró cómo en los árboles del jardín cercano las hojas comenzaban a
brotar como un humillo verde: era la primavera que quería llegar ya a la
ciudad. Se sintió feliz y se permitió un
purito aromático de los que compraba en el estanco de la estación..
¡Qué
terribles son los lunes! Su mensáfono no paraba de sonar. “Señor Director, han
llamado de Madrigalejos para decir que su director no puede venir, que está su
mujer de parto”; “Señor Director, han llamado de Vegafría para decir que el
director está de baja por hernia discal”. Habló con el Inspector Jefe de
Instalaciones Agropecuarias: “Bueno, Gusta, son cosas que pasan, la gente se
pone enferma y las mujeres paren. ¡Qué vamos a hacer! Claro que sé lo de sus
bajas, ¿cómo no lo voy a saber? Nada, no te preocupes que verás como todo se
arregla y lo pedido llega a la capital del país justo en el plazo que te han
puesto. Reúne a los que no estén de baja mañana a las diez y diles lo que
tienen que hacer”.
Cuando llegaron los directores de las granjas, el Director Provincial les hizo pasar a una
sala en donde había una mesa oval. Se fueron sentando y él, como un Napoleón cualquiera les iba arengando sobre
cómo tenían que dar forma a la estadística, a su estadística. Las normas fueron
rigurosas, milimétricas y se cumplieron al detalle: cada agricultor, mandó la información a cada
capataz; cada capataz a cada jefe de cultivos; cada jefe de cultivos se la hizo
llegar a cada director de granja y, finalmente, en otra reunión, todos sentados
en la mesa oval, cada director de granja le hizo entrega al señor Director
Provincial de su trabajo. Entre todos los informes formaron un buen volumen que
don Gustavo acariciaba casi con erotismo. Ahí estaba su obra. La iba a mandar
encuadernar en rústica; no, en rústica no, mejor en tapas duras; sí, eso, en tapas duras granates y con letras
doradas para que destacara bien el nombre y el escudo provincial. Así se hizo
y, cuando la tuvo entre su manos, cuando Rufino, el bedel, se la entregó, sintió no menor emoción que cuando le
entregaron a su primer hijo.
Llegó el día de enviarla y la empaquetó con sumo cuidado en una caja.
Metió un refuerzo de polespán para que no se estropearan las cantoneras y la
limpió el polvo por última vez. Cuando el bedel la cargó en la camioneta sintió
que algo suyo le arrancaban y si no le hubiera parecido ridículo hasta hubiera
echado una lágrima. ¡Cuántas esperanzas iban en
esa caja! Seguro que la vida no iba
a ser la misma cuando los jerarcas ministeriales la leyeran con detalle
y vieran cómo habían cuidado cada párrafo, cada línea; cómo habían trabajado
todo para que fuera una tarea modelo. Se la habían reclamado varias veces por teléfono
y él había pedido unos días más que le concedieron de mala gana. Pero ahí
estaba, destacando con su color granate y sus dorados en esa caja que serviría
casi para transportar alguna obra del Museo Provincial, de tan reforzada y bien
protegida contra los golpes que la habían dejado. Era su obra suprema; bueno, la de él y la de todos los agricultores,
capataces, jefes de cultivos y directores de granjas, sin olvidarse, claro
está, de sus compañeros en la Dirección
Provincial de Agricultura que habían trabajado codo a codo en la empresa. Tanto
temor sintió por que se malograra el
fruto de sus desvelos que le dio el alto a Rufino: “¡Rufino!” “Sí, señor
Director, dígame” “Mire, Rufino, he pensado que yo mismo bajaré a la capital la
caja con la estadística, que no la baje usted en la camioneta. Así que
deposítela otra vez en el segundo anaquel de mi biblioteca.” “Como guste, señor
Director Provincial” – le contestó el bedel algo mohíno pues pensó que su jefe
no confiaba como antes en él. Y así lo hizo. La depositó en el estante ordenado
y volvió a su mesa para seguir tranquilamente leyendo su periódico.
Al día siguiente, 17 de Febrero,
Don Gustavo se preparó para bajar a la capital con la Estadística. Había
hecho bien en decirle a Rufino que no la bajara. Sin duda él solo estaba
capacitado en este mundo para semejante traslado. La depositó con mucho cuidado en la parte de
atrás de su automóvil y emprendió el viaje ufano. Llevaba su mejor traje, el
mismo que se había puesto cuando le dijeron que el Presidente del Gobierno iba
a visitar las instalaciones de la Dirección provincial. Al final, ni llegó a
pasar pues un cambio inesperado en su apretada agenda se lo hizo imposible pero
de aquel viaje conservaba el traje que se había comprado para recibir al prócer.
El día era magnífico, como señalado a propósito para el triunfo. Un
cielo claro y transparente presagiaba lo mejor y en la sierra cercana la nieve
ocupaba sólo la parte cimera. “Ya está cerca el buen tiempo”, pensó y abrió la ventanilla de su coche para
comprobar que el aire ya no era tan frío como en los meses de atrás. En la
radio sonaba una cantata de Bach,
“Alabad a Dios en todos las tierras”,
que le llenó de entusiasmo. Era su día de triunfo, el día de triunfo de
toda la Lejana Provincia porque – argumentaba para sí mismo mientras sonaban
las notas de Bach – quizás esta estadística que nos ha llevado tanto esfuerzo
sirva para que se fijen más en nosotros y se cumplan esas promesas que nos
vienen haciendo desde hace tanto tiempo; quizás nos construyan las granjas que nos tienen prometidas o el
comedor social que tanta falta nos hace; sí, trabajar bien como hemos hecho
sirve para algo. ¿Quién lo puede dudar?
En esto iba cundo un atasco inefable lo sorprendió al remontar un
cambio de rasante. Frenó en seco y la
magna obra cayó al suelo del automóvil con susto del Director. Se orilló
en el arcén y la colocó de nuevo en su sitio, asegurándose de que no se
volviera a caer.¡La llave que le iba a abrir la puerta de la modernidad a sus
granjas tirada por los suelos no muy limpios, por cierto, de su coche! La llave
y, quién sabe, a lo mejor algo más, porque no era pecado pensarlo: alguien del
Ministerio a lo mejor se fijaba en él y bueno, ya había habido otros casos y...
otro frenazo le sacó de sus cuentas de la lechera. Si seguía este atasco, iba a
llegar tarde. Ya había terminado la cantata y aquello no parecía tener
solución. ¿Qué pasaría? Un camión cruzado en la carretera – oyó decir - y vio pasar grúas y policía y bomberos. Y vio
pasar el tiempo y vio que cuando quisiera llegar al ministerio ya sería la hora
de la comida y quizás ya los altos jerarcas se habrían marchado a sus casas y a
lo peor ese encuentro casual que tanto ansiaba no se produciría. ¡A ver si el
día no iba a ser tan bueno como parecía! Pero sí. Era un día señalado desde el
principio del mundo para el triunfo y para el gozo y, aunque efectivamente los
capitostes del Ministerio ya se habían ido a devorar sus comidas, agotados por
el trabajo que llevaban a cabo en las dependencias oficiales, entregó en
admisión aquella maravilla encuadernada en granate y regresó a su Dirección
Provincial seguro de su triunfo y del triunfo de todos sus subordinados. No era
lo que a él le hubiera gustado – todo hay que decirlo- pues bien le hubiera gustado
haberse topado con algún alto funcionario ministerial y, tras las
presentaciones de rigor, haberle recomendado la lectura de la obra a la que él
ya consideraba casi como uno de sus hijos. Pero no podía ser todo en la vida.
Cruzó de nuevo el portalón y se despidió amablemente del guardia de seguridad.
Le dieron ganas de decirle: “Quédate bien con mi cara, chaval, porque me vas a
ver muy pronto por aquí; quizás incluso antes que a los demás directores
provinciales; sí, porque estoy
convencido que no podrán esperar al día en que nos han citado a todos para la
reunión en la que se nos informará de la evaluación de las estadísticas. No,
chaval, no. A mí me van a llamar antes. Ya lo verás. Lo perfecto no admite la
espera y estos altos funcionarios, que digo altos, altísimos, enseguida notarán
dónde hay calidad, coordinación, seriedad y profesionalidad en el trabajo”. Con
semejantes pensamientos salió a la calle y subió a su coche. En la radio ponían
otra cantata de Bach, “Despertad, durmientes: la voz os llama”. Se dispuso a
escucharla mientras atravesaba los puertos que separaban su vida de la capital
del Estado.
Pasó el
tiempo. Ya hacía casi un mes que había depositado su obra en las dependencias
ministeriales. ¿Qué habría pasado? Todavía quedaban unos días para la fecha de
la reunión de Directores Provinciales en el Ministerio pero ¿por qué no le
habían llamado ya para felicitarle, para decirle que era la mejor estadística
que habían visto nunca? Tenía que reconocer que había momentos en que se temía
lo peor: que algo no hubiera ido bien, que hubieran cometido algún fallo o
recogido algún dato que hubiera molestado a los altos funcionarios. A veces no
era bueno ser tan perfectos. Su amigo Pedro se lo había dicho un día tomando un
café: “Gusta, no seas tan perfecto que la perfección es fascista” ¿Habría
pecado por exceso? Pronto saldría de
dudas pero mientras tanto la ansiedad le comía por dentro. Cuando llegó la
fecha que le tenía lleno de zozobra, la fecha señalada desde el principio de
los tiempos por los altos jerarcas ministeriales, el mágico día en el que les
habían citado a todos los directores
provinciales a la una del mediodía,
volvió a subir en su coche y encendió la radio. Volvían a poner una
cantata de Bach, “Cargaré alegre con el madero de la Cruz”. Era un día
espléndido, más aún que el día en que había bajado a llevar la estadística. Ya
los árboles estaban llenos de frondosas copas y en los prados florecían los
acianos. El aire era tibio y todo invitaba al gozo. Parecía que hasta la misma naturaleza
se aliaba con él, que la creación entera presagiaba su triunfo. Al remontar un
cambio de rasante, otro maldito atasco. Esto no era vida. ¿Cómo podían vivir
así en la ciudad? No sé si se iba a acostumbrar él a este ritmo de vida cuando
trabajara en el Ministerio; porque una cosa tenía casi segura: que él, Gustavo
Méndez García natural y vecino de la capital de la lejana provincia, después de
ese día, iba a trabajar entre la plana mayor del Ministerio. ¡Ciegos tenían que
estar para no ver sus méritos! Y hasta era capaz de hablar con el Fonsi, un
amigo suyo que era ahora Secretario de Estado en otro Ministerio para conseguir
su objetivo. Por cierto ¡cómo había subido el Fonsi! Él que le había conocido
corriendo en pantalones cortos y ahora mira. Se ve bien claro que no hay nada
mejor que meterse en política. Ah, mira qué suerte, parece que ya echamos a
andar. ¡Ánimo, que ya lo tengo en el bote!
Cuando llegó a la puerta del Ministerio de
Agricultura, eran más de las dos. Cruzó el portalón de entrada y la voz de una
guardia de seguridad le detuvo:
-
¿Dónde va?
-
Vengo a la reunión de
Directores Provinciales.
-
Arriba ya no queda
ninguno de sus compañeros pero suba, si quiere.
Sin
duda que subiría.. En la escalera se encontró con Lucas, también director de
otra provincia aunque ésta menos lejana. Le dijo que había sido una reunión
rutinaria: les habían metido en un
despacho lleno de papeles en donde se
acumulaban las estadísticas de las provincias por las mesas y por el suelo; les
habían agradecido su trabajo y les habían emplazado para el año próximo.
-
¿Y no te hablaron
nada de nosotros, de la estadística que
hemos hecho este año? Tenía que destacar por encima de todas, encuadernada en
granate con el escudo provincial y letras
doradas.
-
Pues no, la verdad. Yo
creo que ni las leen. Que las piden por fastidiar, por llenar papeles. Vamos
que se alimentan de papeles como los
cerdos de algarrobas.
No le pareció muy acertada, la verdad, la comparación de su compañero.
Y hasta le pareció que era un resentido. ¡Cómo no iban a leer los trabajos
enviados! Seguro que sí. Cuando subiera, vería el suyo en un lugar de honor.
Este Lucas era un descreído, un desafecto al régimen. Así no iba a llegar nunca
a nada. Seguro que eran los de ese sindicato, que todos conocían, los que le
pagaban y que no era más que un infiltrado, un maestro de la sospecha.
Subió la escalera y llegó a las oficinas ministeriales. Había en el
ambiente olor a papeles, a tintas, a fotocopias. No era el aire sano de las
sierras al que él estaba acostumbrado. Seguro que quedaba algún funcionario que
le pudiera informar de algo. Al fondo de un despacho, tras una montaña de
papeles, había uno. Se acercó a él casi con reverencia.
-
Buenos días. ¿Por favor? Verá, yo quisiera...
-
¿Qué quiere? – le
cortó- Vuelva mañana. Ahora no hay nadie.
Le molestó que lo tratara como si fuera un botones o un mensajero. No
obstante se tragó el orgullo y se presentó cortésmente:
-
Buenos días. Soy
Gustavo Méndez,. Director provincial de la provincia de Tamura. Vengo por la
reunión de Directores provinciales; ya sabe, por lo de las estadísticas que nos
solicitaron.
-
¿Qué estadísticas?
¡Dios
mío! ¿Cómo era posible que aquel funcionario no hubiera visto aquella maravilla
de trabajo en equipo?
-
Sí, ya sabe, la de
resultados y análisis de las Direcciones Provinciales de Agricultura.
-
Perdone pero no sé de
qué me habla.
-
Sí, mire. Quizás
Tamura está muy alejada y usted no la conoce bien y es por ello que no tiene
usted noticia ...
-
Pero ¿qué dice? – le
cortó de nuevo el funcionario capitalino-. Yo soy un buen funcionario, número
dos en las oposiciones del año noventa y cinco, y conozco a la perfección todas
y cada una de las provincias por muy alejadas que estén. Pero no sé nada de esa
estadística de Tamura, provincia famosa por su producción de caolín y vino ,
con unos ingresos netos al año de 5,6 millones de euros; 600 teléfonos, 700
televisiones, 567 automóviles, 125 motos
por cada mil habitantes, 5 bibliotecas públicas, dos en la capital y
tres en los pueblos más importantes, 3 fábricas de chocolate, 1 de mondadientes
y para no aburrirle, un profesor para cada 28,7 niños y fiestas patronales de
su capital, Tamura del Río, el 26 de
Septiembre, día de los santos médicos San Cosme y San Damián.
Cada vez lo entendía menos. ¿Cómo era posible
que aquella enciclopedia viviente no conociera aquel opus magnum, aquella obra
casi sagrada. Lo intentó de nuevo.
-
Perdone, se trata,
como le decía, de una estadística en la que mis directores y yo hacemos un
detallado análisis de la situación de la
agricultura en las granjas de
Tamura. Porque no nos hemos limitado a una mera recogida de datos sino
que los hemos analizado y hemos sacado nuestras conclusiones. Es decir, hemos
hecho, si usted me lo permite, una exégesis de lo escrito, una interpretación
de la situación...
-
Pues muy mal – le
cortó ya por tercera vez el funcionario capitalino – porque ese análisis nos
compete a nosotros. ¡Esto ya es inaudito! ¡Cualquier funcionario hoy en día,
aunque no llegue ni al nivel catorce se permite interpretaciones no sólo del
Boletín del Estado sino de documentos e informes!.
Estuvo
a punto de decirle que él era un Director Provincial y que su nivel,
posiblemente, duplicaría al suyo; que allí el único mindundi que había era él,
con su melenilla teñida y su paquete de rubio americano; que le habían puesto
delante de un ordenador y que ya se creía alguien; que a él, un Director de
reconocido prestigio, un niñato no le hablaba así. Pero se calló y le volvió a
preguntar:
-
Perdone de nuevo. Estaba citado hoy a la una de la tarde ...
-
Lo siento – le cortó
el hábil funcionario ya por cuarta vez – no sé de qué me habla. Ah, bueno,
espere, quizás se refiere usted a esa
reunión que hubo esta mañana pero ya no queda nadie. Llega usted tarde.
-
Es que el tráfico...
-
Esa es la excusa de
siempre – le cortó por quinta vez . Vuelva usted mañana y quizás
algún
compañero mío le sepa informar. Yo no sé nada.
Y
se ocultó tras los papeles que más que montón eran la gruta de Polifemo.
Nuestro Ulises salió triste. Vio que el día se nublaba, que de las
sierras allende las cuales estaban sus granjas, sus agricultores, sus
capataces, sus jefes de cultivos y sus directores de granjas venían unos negros
nubarrones. Se quedó en medio del pasillo y no se percató de que las señoras de
la limpieza lo iban rodeando con un ejército de fregonas y cubos y que poco a
poco le iban estrechando su espacio, fregándole todo el suelo a su alrededor.
“¿Quiere quitarse de en medio, por favor? O sale o entra pero no se quede en el
pasillo” Retrocedió hacia un despacho pero en él ya había otra señora fregando
que le increpó de no muy buenas formas: “No pise, hombre, no ve que estoy
fregando. ¡Cómo se ve que usted no lo tiene que hacer!” Intentó entrar en otro
despacho pero reconoció el suelo mojado y temió que le apareciera otro cíclope enfurecido. Vio un pasillo seco y
avanzó por él. Sin fortuna porque a la mitad le salió otra hija de Poseidón:
“No ve que voy a fregar. Si quiere salir, pase por ese despacho de ahí pero
vaya poniendo los pies con mucho cuidado en los papeles. No pise fuera que
cuesta mucho trabajo fregarlo”.
Fue pisando con sumo cuidado en los papeles. Parecía que iba poniendo
los pies por las piedras de un jardín japonés. Un pie, luego el otro, un pie,
luego el otro. Era como un ballet en las dependencias ministeriales. Eso sí,
fijándose con mucho cuidado en los papeles para no pisar fuera, fijándose con
mucho cuidado en los papeles, fijándose con mucho cuidado en los papeles...
En la clínica no sabían
muy bien por qué se había desvanecido. Una lipotimia, una bajada de tensión. Él
sí lo sabía pero se había juramentado a no decirlo, a tenerlo como un secreto
para siempre. Nadie sabría la verdad. Nadie. No quería ser el hazmerreír de
todos. Se callaría, sí, y sólo él sabría la verdad: que, mientras iba poniendo los pies en
aquellos papeles, descubrió que eran, ¡ay Dios! las páginas de su querida
ESTADÍSTICA.
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