Llevaba meses dudando sobre si
leer o no leer el Diario de K y, al
final, lo he leído y, con perdón, me ha gustado y lo he disfrutado. Mis
prejuicios eran de orden intelectualoide: si un libro se vende bien, es un
libro vulgar, sin valor, de literatura de kiosko. Ya sé que esto es un craso
error, pero el que esté libre de pecado en lo que se refiere a tan desgraciado
pensamiento que tire la primera piedra. Cierto es que yo contaba con una
premisa: la poesía de K.C. Iribarren me gustaba y estaba casi convencido de que
su lectura me iba a reportar muy buenos momentos. Pero ¡ay de los prejuicios!
El
Diario de K. es un diario literario que me recuerda al Cuaderno gris, esa obra maestra de mi muy admirado Pla, al que
Iribarren lee con fruición y aprovechamiento. En el Diario de K. la vida va pasando, esa vida rutinaria, la vida de la
santa Rutina que nos acaba salvando siempre de la muerte. Le he acompañado por Donostia
mientras se tomaba un café, mientras acompañaba al Urumea, eso sí, sin decirle
que el mar estaba cercano, o nos hemos parado a ver la isla de Santa Clara
desde el paseo de la Concha. Luego, nos hemos ido al casco viejo donde está
Alkalde, el bar en el que hace ya muchos años entré de la mano de mi abuelo
Luis que venía desde Irún o desde Vera de Bidasoa para tomarse unos vinitos y
un bocadillito de jamón.
Cuando
comenté su poesía, dije que me gustaba mucho cuando el tipo duro, como el malo
de una novela de Chandler, se pone gotxoa
y se emociona con el mar, con los pájaros y con las nubes, la única naturaleza
que aparece en su obra. Le veo en la foto y hasta le encuentro un cierto parecido
conmigo. Yo creo que don Karmelo se ha
dejado barba para ocultar al hombre bueno que esconde con afán porque tanto el
bueno como el tonto son los que, al final, se acaban llevando los palos.
Gracias, señor Iribarren, por este libro maravilloso y decirle que yo también
soy un impenitente lector de Chandler, tanto que frecuento ese Largo adiós que usted visitó cuando
estuvo por esta tierra en la que no hay palmeras. Si un día vuelve por
Valladolid, podíamos quedar en ese bar tan literario y tomar una caña. Es que a
mí, como a usted, también me gusta estar cerca de las catedrales.
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