Dejadme
que os cuente esta historia del Madrid de los setenta que tuve la suerte de
vivir en aquella calle de los Hermanos Bécquer en donde vivía, sin ir más
lejos, el marqués de Villaverde, su hermano, el barón de Gotor, o el marqués de Lozoya; calle en la que lo
mismo se abría un bar de putas de alto copete como un centro de espiritualidad
para universitarios; en donde los médicos daban fiestas de smoking y los
porteros comían pipas en los bancos de la pequeña zona ajardinada que
acompañaba tan elegante rúa. Pues bien, en esa calle, esquina a General Oraa,
habitaba un modisto mariquita con un criado mariquita y con dos galgos afganos
que posiblemente también fueran mariquitas. Con el criado vivía un chavalillo
que era su sobrino y que, como no podía ser menos, también era un poco
mariquita y al que su tío había traído a los Madriles para iniciarle en cátedra
de mariconeo. En fin que, como dicen en
Andalucía, en esa casa todos eran más
maricones que unos palomos cojos. Bajaban los mariquitas a la calle a media
tarde para sacar a los perros con mucho movimiento de manos, mucho meneo de
cabeza y mucho falsete vocal. Eran gente simpática, dicharachera y que con
nadie se metían. No escandalizaban al barrio porque, contra lo que se pueda
pensar, nada podía escandalizar al Madrid de los setenta en donde los
millonarios esnifaban cocaína en las discotecas de moda y las putas caras se
sentaban en las terrazas del barrio de Salamanca. Sin embargo, lo más curioso
es que a las fiestas del modisto, en las
que abundaba también el mariconeo más selecto de la capital, acudían también las mujeres de los capitostes
del régimen franquista que eran clientas habituales del modisto. Sus maridos,
lógicamente, no acudían pues hubiera sido un desdoro para tan conspicuos
próceres. Pero ellos se lo perdían porque aquellas fiestas, cuya música escuchábamos los niños del barrio porque se
escapaba desde los balcones abiertos, tenían que ser de mucho colorín, jolgorio
y joie de vivre. ¡Ay los mariquitas!
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