Cuentan
que don Álvaro de Figueroa, conde de Romanones, iba paseando por Madrid con su
corte de adláteres, paniaguados y correveidiles cuando llegaron a una obra. Los
obreros, al calor de la lumbre y tras haberse comido el cocidito madrileño de
rigor, sesteaban indolentes al solecillo de marzo que, por los Madriles, ya
pega como un mazo. Uno de los correveidiles cuyas manos estaban horras de
callos pues nunca habían conocido el recio trabajo de aquellos albañiles, por
hacerse el gracioso y, de paso, adular a don Álvaro quizás ya pensando en algún
nuevo favor o prebenda, se acercó hasta el estevado conde para decirle: “Don
Álvaro, mire cómo duermen los obreros en España”. Y cuentan que don Álvaro,
parándose un momento, mirándole al graciosillo y hablándole con un cierto
gracejo, le espetó: “Déjelos que duerman, Martínez, déjelos; porque el día que
despierten…”
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