lunes, 24 de abril de 2023

EL TRONO DE JERJES

EL TRONO DE JERJES

         A hombros de fornidos esclavos en cuya piel de ébano, abrillantada por el sudor, se reflejaba el sol de la tarde y que vistos de lejos, parecían una tropa de Hércules sosteniendo el mundo que le acabó endosando a Atlas, aquella obra de orfebres, que en oscuros talleres habían ido tallando los trozo de oro que, ensamblados uno a uno y con el adorno de los diamantes  que la tierra había criado en sus entrañas y con aljófares que el mar dejaba en las playas, playas que, por tres veces sentían el romper de las olas para gozo de mujeres que, aun siendo estériles, recibían  de las aguas que gobernaba el padre Posidón el regalo de la maternidad, iba ascendiendo hasta la cima del monte aquel trono que, por orden del gran Jerjes, iba a ser la atalaya desde donde vería cómo sus tropas acaban con los atenienses. Sabía Jerjes que necesitaba aquel trono porque el trono era el rey y no se podía, según la costumbre persa, entender un rey sin trono que lo componían diversos elementos cuya función era hacer más magnífico y grandioso el asiento del gran rey. Y así, no faltaba en aquel trono el baldaquino del que,  sujeta con recias cadenas colgaba la corona real, tan pesada que el cuello del monarca habría sido incapaz de soportarla; no faltaba tampoco el altorrelieve, toda una simbología astral cuya finalidad era dejar patente que el hombre, cuasi dios, que se sentaba en él, era el dueño del mundo sin discusión posible pues las siete esferas celestes representadas eran, a su vez, los siete tronos celestes del rey de los persas. El trono hacía al rey y el que un extraño se sentara en él suponía la muerte del osado que a tamaña acción habíase atrevido. Ya Darío, padre de Jerjes,  había observado cómo pasaban sus tropas el Bósforo desde un trono elevado en lo alto de un monte. Y Jerjes en persona, desde el monte Tmolo, había visto también pasar sus tropas desde una plataforma de mármol blanco y, en las Termópilas, de nuevo Jerjes había visto la batalla también desde un atalaya y, según Heródoto, por tres veces se levantó con el pulso alterado y con un sudor frío perlándole la frente pues no había sido todo siempre favorable para los persas en tan famosa batalla. El trono elevaba la moral de los soldados persas como cuentan los judíos en su libro del Éxodo que, mientras Moisés tenía alzadas las manos, prevalecía Israel, pero que, cuando, por cansancio, las bajaba y las dejaba caídas como palomas muertas sobre sus costados, entonces prevalecía Amalea. Y entonces – sigue el sagrado libro de los judíos- cuando los brazos de Moisés caían a sus costados, cogieron los judíos unas piedras y se las pusieron para que se sentara y su hermano Aarón y Jur le sostenían las manos, uno a cada lado. No se podía entender un rey sin trono y, por eso, lo iban subiendo hasta la cima los ebúrneos esclavos del rey, fornidos negros de las tierras de África, con cuyos músculos de hierro, el trono de Jerjes más parecía frágil pluma de ave que tan pesado sitial cuyo peso apenas podían arrastrar dos estridentes carretas en cuyos yugos iban dos bueyes como aquellos que araban para Efialtes en la lejana tierra de la Cólquide.

         Cuando los esclavos llegaron a la cima, unos obreros se aprestaron a preparar el terreno con sumo esmero para que sin las protuberancias del suelo, pudiera descansar firme en la tierra. Acabada su labor, los esclavos nubios posaron con celo el trono mientras otros esclavos del gran rey ponían una alfombra roja alrededor para que el zapato del monarca no pisara la tierra y colocaron a ambos lados de la magnífica obra sendas esculturas de pavos reales que significaban la realeza persa en todo su esplendor.

         Sentado Jerjes en el trono, pudo comprobar cómo las naves griegas, refugiadas tras la isla de Psitalea, esperaban las órdenes de Temístocles.

         Como un manto oscuro y silencioso, fue cayendo la noche y Jerjes aprovechó para descansar descabezar un sueño  en la tienda que los sirvientes le habían colocado junto al trono. Sopló el viento aquella noche sobre la cima del monte Aigaleos y la lona de la tienda real se agitaba inquieta como presintiendo que los griegos estaban tomando posiciones.

         Al amanecer, un rayo de sol entró por la juntura de las lonas y despertó al rey que, al principio, no sabiendo muy bien dónde estaba, no se movió de su lecho, mas luego de haber recordado que su trono le estaba esperando, vistióse con su túnica recamada de oro y marchó de nuevo a su sitial. Fue entonces cuando vio cómo sus barcos se iban aproximando a los de los griegos y como su peán rompía seguro el aire de la mañana en Salamina:

Ὦ παῖδες Ἑλλήνων ἴτε,

ἐλευθεροῦτε πατρίδ', ἐλευθεροῦτε δὲ

παῖδας, γυναῖκας, θεῶν τέ πατρῴων ἕδη,

θήκας τε προγόνων:

νῦν ὑπὲρ πάντων ἁγών.

 

 

Adelante, hijos de los griegos,

liberad la patria,

liberad a vuestros hijos, a vuestras mujeres,

los altares de los dioses de vuestros padres,

y las tumbas de vuestros antepasados:

es hora de luchar por todo.

 

         Luego Jerjes vio cómo los corintios izaron sus velas y comenzaron a alejarse hacia el norte, bien para reconocer la salida del estrecho, bien para simular que, entre los aliados helenos, reinaba el más absoluto desorden. Jerjes no entendía nada, pero, al poco, vio cómo los corintios volvieron a ocupar su lugar en la batalla. Se serenó un instante, pero, casi al momento, un sudor frío, como ya le había ocurrido en las Termópilas cuando sus tropas parecían flaquear, perló su frente al ver que su escuadra, al entrar en los angostos estrechos parecía desorganizarse y se juntaba sin orden ni concierto mientras que los griegos se replegaban aún más hacia el interior , casi ya tocando la tierra firme. De pronto vio que una mujer enloquecida bajaba hasta la playa y les gritaba a los griegos: “¡Locos,  malditos locos! ¿Cuántas horas más vais a seguir replegados?¿Acaso no es hora de que os lancéis contra esos bárbaros? Mirad que la salvación de la libertad está en vuestras manos y que en Atenas no queremos ser esclavos pues somos, no lo olvidéis, ciudadanos.” Quizás acuciados por los gritos de la mujer, el barco de Ameinias de Palene se adelantó y con su proa embistió a la nave persa más cercana. Después lo siguieron el resto de los barcos helenos que, atacando la primera línea persa, obstaculizó las acciones de las otras dos líneas. Arrasmenes, hermano de Jerjes, murió en el flanco izquierdo y los escuadrones fenicios, aliados de los persas, quedaron varados en las playas. Jerjes vio entonces que los barcos helenos hacían cuña a través de las naves persas y dividían la escuadra meda en dos mitades. Artemisa, reina de Halicarnaso y almirante de los carios, se vio perseguida por Ameinias de Palene y la reina, en su loca  huida, embistió a otro barco persa. Fue entonces cuando  el ateniense, pensando que era una aliada, dejó de perseguirla. Jerjes, confundiendo los barcos desde su atalaya, pensó que la reina había atacado a un barco ateniense y comentó con amargura: “ Mis hombres se han convertido en mujeres y mis mujeres en hombres”. Y luego se quedó callado durante mucho tiempo pues veía cómo su flota retrocedía hacia Falero, pero tampoco la suerte los acompañó en su retirada pues los eginetas los atacaron cuando intentaban salir de los estrechos. Era el principio del fin. Arístides, en rápida operación, lideró a un grupo de hombres hasta la isla de Psitadea en donde Jerjes había dejado un retén de tropas. Ya todo quedó en manos de los griegos y Jerjes, sumido en un profundo dolor, se tapó la cara con las manos. Loco de rabia, sus uñas se fueron clavando en su frente y un grito terrible, deformado por el dolor, salió de su boca: “¡ Han destruido mi armada!

         Pasado un buen rato, Jerjes se levantó, entró en la tienda, tiró al suelo el manto recamado de oro con el que había contemplado la batalla y comenzó a bajar en silencio el monte Argaleos. A medida que bajaba, el trono, en la cima del monte, con su baldaquino y con su pesada corona, se iba haciendo cada vez más pequeño mientras el sol del mediodía incidía sobre él con toda la fuerza de sus rayos y se iba asemejando cada vez más a una estrella lejana, quizás muerta hace muchos miles de años, pero cuya luz aún nos está llegando. Por otra parte, los soldados que se quedaron en la cima vieron cómo también la figura de Jerjes se iba empequeñeciendo con la distancia, cómo ya no era aquel rey majestuoso que parecía, en sus momentos de gloria, un gigante. Quizás no fuera más alto que cualquiera de ellos. Unos y otros, los soldados que bajaban con Jerjes y los que arriban se quedaron, llegaron a pensar que, visto con distancia, ningún hombre era más que otro ni ningún trono se elevaba al cielo ni elevaba a quien en él se sentaba; que no era más que una convención social lo que hacía que hubiera hombres superiores a otros hombres. Con este pensamiento, los soldados continuaron siguiendo a aquel hombre que empequeñecía a cada paso y los que estaba ya con él e iban bajando del por la falda del monte, vieron casi desaparecer el gran trono dorado. Se oían , como un fondo festivo, los gritos de los ateniense y sus aliados celebrando la victoria mientras del lado persas, un sonoro silencio susurraba la derrota a los montes que llevaban la noticia a otros montes y éstos a otros hasta que la triste noticia llegaba a las tierras lejanas de los persas como un ulular lastimero del viento.

         Y ya se llegó a un punto que los que bajaban ya no veían el trono ni los que en la cima se habían quedado veían al rey. Los de arriba comenzaron poco a poco a desmontar aquella magna obra de carpinteros y orfebres y los soldados que acompañaban al gran rey de los persas vieron llegar a un grupo de muchachos que se pararon y se quedaron mirando la triste comitiva que descendía del monte.

-         Mirad, ése que va entre soldados podría ser Jerjes, ese rey tan poderoso que ha sido derrotado por los nuestros – dijo uno de los muchachos.

-         ¿Ése Jerjes? Estás loco. Ése que baja entre soldados no es ni siquiera su palafrenero.- ¿No ves lo poquita cosa que es? Y Jerjes, según cuentan, es un gigante, un gigante que viste una túnica recamada de oro.

Y todos rieron la feliz ocurrencia de su camarada de juegos.



No hay comentarios:

Publicar un comentario