A hombros de fornidos esclavos en cuya
piel de ébano, abrillantada por el sudor, se reflejaba el sol de la tarde y que
vistos de lejos, parecían una tropa de Hércules sosteniendo el mundo que le
acabó endosando a Atlas, aquella obra de orfebres, que en oscuros talleres
habían ido tallando los trozo de oro que, ensamblados uno a uno y con el adorno
de los diamantes que la tierra había
criado en sus entrañas y con aljófares que el mar dejaba en las playas, playas
que, por tres veces sentían el romper de las olas para gozo de mujeres que, aun
siendo estériles, recibían de las aguas
que gobernaba el padre Posidón el regalo de la maternidad, iba ascendiendo
hasta la cima del monte aquel trono que, por orden del gran Jerjes, iba a ser
la atalaya desde donde vería cómo sus tropas acaban con los atenienses. Sabía
Jerjes que necesitaba aquel trono porque el trono era el rey y no se podía,
según la costumbre persa, entender un rey sin trono que lo componían diversos
elementos cuya función era hacer más magnífico y grandioso el asiento del gran
rey. Y así, no faltaba en aquel trono el baldaquino del que, sujeta con recias cadenas colgaba la corona
real, tan pesada que el cuello del monarca habría sido incapaz de soportarla;
no faltaba tampoco el altorrelieve, toda una simbología astral cuya finalidad
era dejar patente que el hombre, cuasi dios, que se sentaba en él, era el dueño
del mundo sin discusión posible pues las siete esferas celestes representadas
eran, a su vez, los siete tronos celestes del rey de los persas. El trono hacía
al rey y el que un extraño se sentara en él suponía la muerte del osado que a
tamaña acción habíase atrevido. Ya Darío, padre de Jerjes, había observado cómo pasaban sus tropas el
Bósforo desde un trono elevado en lo alto de un monte. Y Jerjes en persona,
desde el monte Tmolo, había visto también pasar sus tropas desde una plataforma
de mármol blanco y, en las Termópilas, de nuevo Jerjes había visto la batalla
también desde un atalaya y, según Heródoto, por tres veces se levantó con el
pulso alterado y con un sudor frío perlándole la frente pues no había sido todo
siempre favorable para los persas en tan famosa
batalla. El trono elevaba la moral de los soldados persas como cuentan los
judíos en su libro del Éxodo que, mientras Moisés tenía alzadas las manos,
prevalecía Israel, pero que, cuando, por cansancio, las bajaba y las dejaba
caídas como palomas muertas sobre sus costados, entonces prevalecía Amalea. Y
entonces – sigue el sagrado libro de los judíos- cuando los brazos de Moisés
caían a sus costados, cogieron los judíos unas piedras y se las pusieron para
que se sentara y su hermano Aarón y Jur le sostenían las manos, uno a cada
lado. No se podía entender un rey sin trono y, por eso, lo iban subiendo hasta
la cima los ebúrneos esclavos del rey, fornidos negros de las tierras de
África, con cuyos músculos de hierro, el trono de Jerjes más parecía frágil
pluma de ave que tan pesado sitial cuyo peso apenas podían arrastrar dos estridentes
carretas en cuyos yugos iban dos bueyes como aquellos que araban para Efialtes
en la lejana tierra de la Cólquide.
Cuando los esclavos llegaron a la cima,
unos obreros se aprestaron a preparar el terreno con sumo esmero para que sin
las protuberancias del suelo, pudiera descansar firme en la tierra. Acabada su
labor, los esclavos nubios posaron con celo el trono mientras otros esclavos
del gran rey ponían una alfombra roja alrededor para que el zapato del monarca
no pisara la tierra y colocaron a ambos lados de la magnífica obra sendas
esculturas de pavos reales que significaban la realeza persa en todo su
esplendor.
Sentado Jerjes en el trono, pudo comprobar
cómo las naves griegas, refugiadas tras la isla de Psitalea, esperaban las
órdenes de Temístocles.
Como un manto oscuro y silencioso, fue
cayendo la noche y Jerjes aprovechó para descansar descabezar un sueño en la tienda que los sirvientes le habían
colocado junto al trono. Sopló el viento aquella noche sobre la cima del monte
Aigaleos y la lona de la tienda real se agitaba inquieta como presintiendo que
los griegos estaban tomando posiciones.
Al amanecer, un rayo de sol entró por
la juntura de las lonas y despertó al rey que, al principio, no sabiendo muy
bien dónde estaba, no se movió de su lecho, mas luego de haber recordado que su
trono le estaba esperando, vistióse con su túnica recamada de oro y marchó de
nuevo a su sitial. Fue entonces cuando vio cómo sus barcos se iban aproximando
a los de los griegos y como su peán rompía seguro el aire de la mañana en
Salamina:
Ὦ παῖδες Ἑλλήνων ἴτε,
ἐλευθεροῦτε πατρίδ', ἐλευθεροῦτε δὲ
παῖδας, γυναῖκας, θεῶν τέ πατρῴων ἕδη,
θήκας τε προγόνων:
νῦν ὑπὲρ πάντων ἁγών.
Adelante, hijos de los griegos,
liberad la patria,
liberad a vuestros hijos, a vuestras mujeres,
los altares de los dioses de vuestros padres,
y las tumbas de vuestros antepasados:
es hora de luchar por todo.
Luego Jerjes vio cómo los corintios
izaron sus velas y comenzaron a alejarse hacia el norte, bien para reconocer la
salida del estrecho, bien para simular que, entre los aliados helenos, reinaba
el más absoluto desorden. Jerjes no entendía nada, pero, al poco, vio cómo los
corintios volvieron a ocupar su lugar en la batalla. Se serenó un instante,
pero, casi al momento, un sudor frío, como ya le había ocurrido en las
Termópilas cuando sus tropas parecían flaquear, perló su frente al ver que su
escuadra, al entrar en los angostos estrechos parecía desorganizarse y se
juntaba sin orden ni concierto mientras que los griegos se replegaban aún más
hacia el interior , casi ya tocando la tierra firme. De pronto vio que una
mujer enloquecida bajaba hasta la playa y les gritaba a los griegos: “¡Locos, malditos locos! ¿Cuántas horas más vais a
seguir replegados?¿Acaso no es hora de que os lancéis contra esos bárbaros?
Mirad que la salvación de la libertad está en vuestras manos y que en Atenas no
queremos ser esclavos pues somos, no lo olvidéis, ciudadanos.” Quizás acuciados
por los gritos de la mujer, el barco de Ameinias de Palene se adelantó y con su
proa embistió a la nave persa más cercana. Después lo siguieron el resto de los
barcos helenos que, atacando la primera línea persa, obstaculizó las acciones de
las otras dos líneas. Arrasmenes, hermano de Jerjes, murió en el flanco izquierdo
y los escuadrones fenicios, aliados de los persas, quedaron varados en las
playas. Jerjes vio entonces que los barcos helenos hacían cuña a través de las
naves persas y dividían la escuadra meda en dos mitades. Artemisa, reina de
Halicarnaso y almirante de los carios, se vio perseguida por Ameinias de Palene
y la reina, en su loca huida, embistió a
otro barco persa. Fue entonces cuando el
ateniense, pensando que era una aliada, dejó de perseguirla. Jerjes, confundiendo
los barcos desde su atalaya, pensó que la reina había atacado a un barco
ateniense y comentó con amargura: “ Mis hombres se han convertido en mujeres y
mis mujeres en hombres”. Y luego se quedó callado durante mucho tiempo pues
veía cómo su flota retrocedía hacia Falero, pero tampoco la suerte los acompañó
en su retirada pues los eginetas los atacaron cuando intentaban salir de los
estrechos. Era el principio del fin. Arístides, en rápida operación, lideró a
un grupo de hombres hasta la isla de Psitadea en donde Jerjes había dejado un
retén de tropas. Ya todo quedó en manos de los griegos y Jerjes, sumido en un
profundo dolor, se tapó la cara con las manos. Loco de rabia, sus uñas se
fueron clavando en su frente y un grito terrible, deformado por el dolor, salió
de su boca: “¡ Han destruido mi armada!
Pasado un buen rato, Jerjes se levantó,
entró en la tienda, tiró al suelo el manto recamado de oro con el que había
contemplado la batalla y comenzó a bajar en silencio el monte Argaleos. A
medida que bajaba, el trono, en la cima del monte, con su baldaquino y con su
pesada corona, se iba haciendo cada vez más pequeño mientras el sol del
mediodía incidía sobre él con toda la fuerza de sus rayos y se iba asemejando
cada vez más a una estrella lejana, quizás muerta hace muchos miles de años,
pero cuya luz aún nos está llegando. Por otra parte, los soldados que se
quedaron en la cima vieron cómo también la figura de Jerjes se iba
empequeñeciendo con la distancia, cómo ya no era aquel rey majestuoso que
parecía, en sus momentos de gloria, un gigante. Quizás no fuera más alto que
cualquiera de ellos. Unos y otros, los soldados que bajaban con Jerjes y los
que arriban se quedaron, llegaron a pensar que, visto con distancia, ningún
hombre era más que otro ni ningún trono se elevaba al cielo ni elevaba a quien
en él se sentaba; que no era más que una convención social lo que hacía que
hubiera hombres superiores a otros hombres. Con este pensamiento, los soldados continuaron
siguiendo a aquel hombre que empequeñecía a cada paso y los que estaba ya con
él e iban bajando del por la falda del monte, vieron casi desaparecer el gran
trono dorado. Se oían , como un fondo festivo, los gritos de los ateniense y
sus aliados celebrando la victoria mientras del lado persas, un sonoro silencio
susurraba la derrota a los montes que llevaban la noticia a otros montes y
éstos a otros hasta que la triste noticia llegaba a las tierras lejanas de los
persas como un ulular lastimero del viento.
Y ya se llegó a un punto que los que
bajaban ya no veían el trono ni los que en la cima se habían quedado veían al
rey. Los de arriba comenzaron poco a poco a desmontar aquella magna obra de
carpinteros y orfebres y los soldados que acompañaban al gran rey de los persas
vieron llegar a un grupo de muchachos que se pararon y se quedaron mirando la
triste comitiva que descendía del monte.
-
Mirad, ése que va entre soldados podría
ser Jerjes, ese rey tan poderoso que ha sido derrotado por los nuestros – dijo uno
de los muchachos.
-
¿Ése Jerjes? Estás loco. Ése que baja
entre soldados no es ni siquiera su palafrenero.- ¿No ves lo poquita cosa que
es? Y Jerjes, según cuentan, es un gigante, un gigante que viste una túnica
recamada de oro.
Y
todos rieron la feliz ocurrencia de su camarada de juegos.
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