CAYO VALERIO MARCIAL A JULIO MARCIAL SALUDA.
Mi muy querido amigo y paisano:
A estas tierras remotas de Bílbilis va llegando muy despacio la
primavera como si no tuviera prisa por llegarse hasta este rincón remoto de
Hispania. Tan pronto como llegó febrero, querido Julio, ya
empezaron a florecer los almendros y, ahora, pasados ya los idus de
marzo, el olor de sus flores de nata llena toda la ciudad que, aunque pequeña
en tamaño, reproduce en escala una
pequeña Roma. En esta villa desde la que
te escribo y que ha sido un regalo de la generosidad de Marcela, una viuda de
Bílbilis que siente por mí un gran aprecio y que admira profundamente mi obra,
no me falta de nada pues tengo árboles, fuentes, la sombra de un alto
emparrado, los canales para el riego, los prados, los rosales que en nada envidian a los de Pesto pues dos veces
al año me florecen y más plantas que te sería prolijo si yo te las enumerara.
Por si esto te pareciera poco, caro Décimo, nadan en mi alberca las anguilas y
tengo un blanco palomar que del mismo color me cría los pichones. Además, con
un trabajo agradable de indolente agricultor, cultivo mis propios campos. Sé
bien que te voy a dar envidia, pero aquí, en esta tierra bilbilitana, duermo
cuanto quiero porque, en primer lugar, llego cansado del campo y, en segundo, porque, al llegar la hora tertia, esa hora terrible en la que los negocios comienzan en
Roma y bullen los abogados y los negotiatores
por las calles con cuyo ruido es imposible prolongar el sueño, el silencio es
tan sonoro como en la alta noche. Nada quiero saber de la toga y me visto con
lo primero que encuentro en una silla rota. Cuando me levanto, me acoge un
fuego al que corona la cocinera con numerosas cazuelas y al que alimenta
la leña de un cercano carrascal Mis esclavos me informan de la caza que
abunda por los alrededores y un joven siervo sirve a los trabajadores. A la noche, corre el aire
frío de ese pico que se yergue cerca delas tierras celtibéricas en donde estuvo
Numancia, la ciudad mártir que soportó hasta su muerte el asedio romano.
Mas tengo que confesarte, caro Julio,
que a veces me viene una murria porque ya no soy joven como cuando subía al
Vadaverón o nadaba en el río Salo. He leído a Lucrecio y me consuelan sus
teorías sobre la muerte, pero ¡me da tanto dolor dejar estas tierras tan
hermosas para ir al país de los muertos, flaca mansión de Plutón! ¡Cuánto me
gustaría dar marcha atrás y volver a encontrarme con mis padres queridos cuya
tumba visito con frecuencia! Fueron ellos los que me enseñaron a sentirme
orgullosos de ser hispano romano, de tener todo mi abolengo en esta tierra.
La finca que me ha dejado Marcela, mujer
generosa de esta tierra bilbilitana, me llena de grandes gozos y muchas cosas te
podría contar. Por ejemplo, que cuando ya ha pasado noviembre y ya se acerca el
invierno, un rústico mozo me vendimia las uvas tardías que quedan en las
parras; que disfruto de una turba de aves de corral, gallinas, gallo, un cisne
cantarín y un irisado pavón que da culto a Hera con sus plumajes en la cola;
que no me faltan los faisanes y que, en la clara mañana, resuenan en los
palomares los aplausos de las palomas. Aquí el aceite se gasta en las lucernas
y no en los musculados cuerpos de los gimnastas y la leche me da tiernos quesos
que como con las mieles de mis colmenas. Te diré que aquí no conozco los
pleitos y que, como ya te adelanté unas líneas más arriba, pocas veces me visto la toga; que mi mesa es
humilde, que la noche es sobria y sin borracheras ni vómitos; que mi lecho es
alegre, pero conservando el pudor y que mi sueño me procura unas tinieblas
breves; que me conformo con lo que tengo y soy y que nada más quiero; en
definitiva, Julio, que al día final ni lo temo ni lo deseo. En el verano, paseo bajo la
urdimbre de sombra de mis altos emparrados, me mojo los pulsos en las acequias
que llevan el agua que da vida a los
huertos y, allá al ponerse el sol, con un fiesta de morados y violetas en el
cielo, me gusta llegarme hasta la alberca, la misma en que la luna se baña por
las noches, y contemplar el nadar sereno de una anguila de casa. Blancos
palomares me crían palomas de semejante color. ¡Qué feliz estoy, Julio, amigo!
Tanto es así que si Nausícaa en persona me ofreciera los jardines
paternos, podría decirle a Alcínoo, su
padre, y quedarme tan ancho: “Prefiero
los míos”.
Amigo Julio, treinta y cuatro siegas
hace que nos conocemos y, si mal no recuerdo, lo dulce y lo amargo se mezclan.
Sin embargo, si todas las piedrecillas que fuimos escogiendo cada día, las
dividiéramos en dos montones de diverso color, te aseguro, Julio, que el montón
blanco, vencería al negro. Tan sólo tengo la pena de algunas amistades a las
que entregué mi corazón con poca precaución y por eso te pongo , al final de mi
carta, estos cuatro versos que te he escrito en endecasílabos falecios y que sé
que serán de tu agrado.
Si
vitare velis acerba quaedam
et
tristis animi cavere morsus
nulli
te facias nimis sodalem:
gaudebis
minus et minus dolebis[1].
Y ya nada más, Julio del alma. Tan sólo
decirte que por nada volvería a Roma pues en estas tierras mías, en este mi
pequeño reino, sic me vivere, sic iuvat perire[2].
Vale
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