TEUCRO
Al
alba llegamos hasta aquellas riberas y desde los cantiles nos saludaron hombres
con banderas al viento. El mundo era joven, revestido del azul purísimo del
mar. En aquella mañana de gozo, nos gritaban “extranjeros”, “extranjeros”, pero
en su voz no había rechazo, sino una cálida llamada de acogida que
resonaba en la llanura vinosa que besaba
nuestras quillas. Veíamos a lo lejos sus redondas moradas y el mar por tres
veces rompía en sus playas tocadas con
verdes carballeiras[1].
De pronto, una niebla misteriosa cubrió la ría como si fuera a producirse un
prodigio sagrado y algunos de mis hombres vieron, agarrada a una palmera, a una
joven que navegaba segura en su barca de piedra en cuyo fondo florecían con mil
miradas las hortensias. Nos llegaba, ya en la tarde, el olor de las hogueras de secos carozos y
hombres de las aldeas empujaban rodando las cubas que contenía la sangre robada
a terribles gigantes mientras el lastimero quejido de las carretas inundaba de
luz la infancia de tantos niños que corrían por los verdes prados que parecían
pañuelos de un dios cariñoso y pacífico y llenaba también el silencio de los
bosques que murmuraban con sus hojas canciones tan antiguas como la vida.
Al poner pie en tierra, una fuente
canora nos ofreció su linfa helada y en ella aliviamos la fatiga del viaje, tan
largo viaje desde las tierras de Troya. Hermoso era el río que del monte bajaba
y algunos de mis hombres, por juego, juntaron piedras para construir un puente
que enlazara los dos lados de la ría. Sonaron caracolas en mitad de la niebla y
alegres cantamos nuestras viejas canciones que el mar nos devolvía desde las
varadas quillas.
Viejos carballos[2]
protegían las casas en cuyas puertas las parras crecían y almiares de oro iluminaban los prados. Pasó
la mañana, pasó la tarde y el sol de poniente doró las riberas de aquella
tierra que nos recibía con camelios floridos. Hermosas mujeres de morenos
cabellos se llegaron a nosotros a las que llamamos “helenes” pues nos
recordaban a las lejanas mujeres de Grecia. A una de ellas, que nos dio la
bienvenida, la nombramos Estribela y
acercó a nuestros labios unas cuncas
de vino espumoso que ávidos bebimos. Y Afrodita sonrió entre las vides que
escalaban los montes hasta las moradas de los dioses.
Ya de noche, rasgó el silencio el
bravío galopar de los potros salvajes cuyas crines intonsas acariciaban los
vientos que juguetones rodeaban las citanias. Las estrellas en silencio nos
vigilaban y bajo ellas, muchachas desnudas seguían el camino de las luciérnagas
y tres veces bañaban el marfil de sus cuerpos en la espuma del mar que rompía
bravío en playas desiertas.
¡Qué hermoso era el puente a la luz de
tus ojos, Estribela! Solitario un toro mugía en la dehesa y un pastor,
acompañado de su cuerno, cantó la leda cantiga de nuestros amores. En las
noches, sentados al fuego, yo te hablé
de todos los fantasmas que me acompañaban, de los muertos que dejé con mi arco
del que flechas de sombra salían invocando a la muerte. Y la lumbre prendía en
tus labios con cuyos besos encendías los mío, bendita Estribela de morenos
cabellos, a cuya fragancia me huelen desde entonces todas las tardes de lluvia
mientras un mar plomizo canta en la playa un viejo romance de espuma y arena.
Me huelen estas tardes a principio del mundo, a grullas cruzando entre barcos
de nubes, a soleadas azoteas donde
habita mi memoria.
Pasaron los meses y en toscas cunas
descansaban nuestros hijos al que con nuestro recio cantar acunábamos. Callados
petroglifos contaban historias de mares amargos que había tallado en la noche
un triste gigante de nombre Mogor. Pero nada podía arrancarnos nuestra
felicidad y, como en la alegre llegada, bebimos la sangre de las viñas en cuncas[3]
talladas que recogían las figuras de los dioses indígenas.
Están ahora las casa empapadas de vida
y van, ya lejos, las nubes que ensombrecieron la tarde; sereno el río, que turbio se revolvía. Abrazados a nuestros
hijos miramos al futuro, vendimiamos las parras fecundas con el sosiego del que sabe segura su vida y nuestro
amor mira al futuro con la certeza de que aquella era la tierra que los dioses
nos destinaron para vivir desde el principio del mundo.
Ya tocan las campanas de Poio y atraca
Trahamunda su barca de piedra. Tú entonces, trayendo la primavera en tus manos,
me coronas de camelias. Yo te amo, Estribela, pudorosa muchacha que resguardas
las palomas gemelas de tu pecho con túnica de lino inconsútil; te confieso que
cada noche deseo segar el trigo maduro de tu seara[4]
con la hoz que por siempre llevaba en mi vientre buscando el pozo profundo y
oscuro de tu cuerpo. Y así, cada
noche, juntos oficiamos el sacramento
del amor ante las breves miradas de las mimosas florecidas de gozo porque
necesitaba que tu calor encendiera mis huesos helados por tantas noches
solitarias y frías, helados por el presagio de la muerte que cantaron en las
islas negras sirenas.
He dejado mi aljaba, Estribela, y mis
grebas cansadas en losas que conservan aún el calor de la tarde de primavera
que invitan al amor de dos cuerpos que se aman porque así era su destino,
marcado por los dioses antes de que el mundo existiera. En un altar de recios carballos te ofrecí el corazón de un
viejo soldado que un día partió al exilio, que erró su camino empujados por los
vientos que, sin yo saberlo, repetían tu nombre y me llevaban a ti; el corazón
de un viejo exiliado del gozo que amarró
su barco a los recios laureles que esperaban en la noche el gozo de las lumbres encendidas, la
cruz de tus brazos para depositar su angustia, tu clara mirada para aplacar sus
temores, y tu cuerpo de nácar para coronarlo de lirios.
Ya la noche y la niebla misteriosa
envuelven a Tambo y en el poyo de la puerta he dejado las rosas que corté para
ti, Estribela. Está mi corazón en brasas y te lo ofrezco, callada muchacha que
me estabas esperando al final del mundo.
Con la palmera de la santa, dibujaremos las sombras en que juntos
viviremos en las tardes de estío. Un alba de gloria se anuncia en un cielo que
busca en el mar de tu vientre su consuelo. He elegido tus manos y a las ninfas
divinas de la fuente que construimos entrego mi vida en agradecimiento. Ya en
la aldea del viejo puente que construimos a nuestra llegada un sol reverbera en
las altas azoteas que soñamos y casi en silencio, miña Estribela, te digo que ésta
é a boa vila que da de beber a quen pasa, a boa vila à que ningúen ve que non o
diga.
Y, si alguien, al paso de los siglos,
pregunta a estas piedras, a esta ciudad de soportales que cantan en las noches
de lluvia, de parras que guardan los pétreos dinteles al a vera del Lérez, no
tendrán miedo en contar que
Me fundó Teucro
valiente
daqueste río en la orilla
para que de España fueses
de
villas la maravilla.
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