LA CIERVA DE SERTORIO
(En
una tarde de primavera, en la Roma eterna, unos jóvenes escuchan, sentados en
unos poyos, el relato que Hircio, veterano soldado en las filas de Sertorio,
les está contando)
La cierva era un rayo de luna en las
noches de invierno, un camino de plata en las lindes del bosque, una epifanía en
las tierras de Hispania. Todos los soldados sabíamos que aquella cierva había
nacido en el rebaño exiguo de un pastor del campamento de Sertorio; que había
nacido con otros cervatillos y que ella era completamente blanca. Quinto se
quedó mirando: era un copo de nieve entre los otros cervatos, se acercó y se la
puso en los brazos. La cervatilla le lamió la cara buscando la teta de la madre
y Quinto se echó a reír. Le dijo al pastor que, tan pronto como la madre la
destetara, volvería a buscarla y así lo hizo. La cierva, desde el momento en
que el pastor se la regaló, ya no se separaba de Sertorio y ambos iban y venían
por el campamento, se internaban por los bosques y hasta dormían juntos. Pero
no dormía a su lado sin más, dándole calor en las frías noches de invierno,
sino que recibía Sertorio en sueños lo que Ártemis le quería comunicar pues la
cierva le avisaba de los peligros y hasta de la manera de ganar las batallas y,
cuando las ganaba, le ponía a la cervatilla una corona de flores y la dejaba
libre por el campamento. ¡Aún me parece que la estoy viendo correr entre las
tiendas como un rayo de luna!
-
Hirtio, ¿nunca perdió Sertorio una
batalla mientras la cierva estuvo con él?
-
No, nunca.
-
Entonces, Hirtio, cómo explicas que
matara al mensajero que le informó de la derrota de Hirtoleyo en Segovia?
¿Acaso no escuchó las instrucciones de la cierva?
-
¡Ay, jovencitos burlones y descarados
que os burláis de este viejo soldado! Desconozco lo que me contáis, pero , si vosotros, como yo, hubierais visto
aquella cierva blanca, no hablaríais así. Los nativos hispanos tenían una gran
devoción por los ciervos y les daban culto porque creían que traían la
fecundidad y la buena suerte. Hasta se contaba que Habis, el legendario rey de
Tartesos, había sido criado por una cierva.
-
¡Claro, Hirtio! tú mismo lo estás
diciendo: Sertorio, que, aunque no había
acudido mucho a la escuela del gramático, no era ningún ignorante, se dio
cuenta enseguida de que se podría aprovechar de la fe que los lugareños tenían
en los ciervos para poder manipularlos a su antojo. Vamos, caro Hirtio, que la
cierva vaticinaba lo que Sertorio quería.
-
Me duelen vuestras palabras,
jovencitos, porque vi a Sertorio entrar en éxtasis mientras la cierva le
hablaba al oído. ¡Sois unos malditos descreídos, hijos de filósofos sin fe!
-
¿Y no estaría tu querido Sertorio bajo
el efecto de alguna seta alucinógena como esa roja con puntitos blancos que
tanto se prodiga por las tierras de Hispania? – le dijo a Hirtio un jovencito
burlón e imberbe.
-
¡Mientes, joven petulante! La cierva
era un enlace con Diana. Y te puedo asegurar, joven insolente, que Sertorio era
un hombre íntegro que jamás tomó ninguna seta de esas que tanto sabéis porque
quizás las tomáis vosotros y por eso decís las tonterías que me estáis
diciendo.
-
Bueno, bueno, muy íntegro no. ¿Acaso
no sabes que falsificó su edad para entrar en el ejército?
-
Y ¿qué me quieres decir a mí con eso,
jovencito? Si lo hizo, lo hizo por amor a Roma, por ese amor que vosotros,
criados entre nodrizas y haraganeando, viviendo de vuestros padres, ni podéis
suponer. Aquellos hombres eran de otra sangre diferente de la que tenéis vosotros que no valéis nada en
comparación con ellos.
Los
jóvenes se daban codazos y uno de ellos le preguntó con sorna:
-
¿ Y no le avisó la cierva de que su
comandante Perpenna le iba a pasar a cuchillo en Hosca?
Hirtio calló por un
momento porque era difícil contestar la joven.
Pero, al cabo de un rato, tras haber tenido la cabeza entre las manos,
le dijo:
-
Mira, muchacho, la cierva se le perdió
a Sertorio en la batalla del río Sucro, pero un día, mientras despachaba unos
asuntos, la cierva apareció de pronto, se fue a su lado y le lamió las manos.
-
Alguien la encontraría y se la llevó.
Seguro que Sertorio pagó bien a los que la encontraron.
-
¡Mientes, bellaco! – clamó Hirtio cuya
cara se había enrojecido de furia . La cierva cruzó la sala dejando un aura de
luna. Su pelo blanco parecía la nieve de los inviernos hispanos., esa nieve que
cubre aquellas desoladas mesetas. ¿Acaso, petimetre, has visto tú alguna vez un
animal como la cierva?
-
Y ¿no sería que algún bromista la
había encalado? Seguro que si la cierva “divina” se hubiera metido en un
charco, hubiera salido de él con el mismo color que tienen todos los ciervos.
-
¡Maldita juventud descreída! ¿os estoy
diciendo que yo la vi, que la acaricié , que en su pelaje blanco y suave no
había engaño ninguno! Mirad, su pelo era tan suave como la más fina tela de
oriente y sus ojos profundos y negros eran dos pozos en los que la luna se
contemplaba. No os burléis de lo que no habéis visto y dejadme en paz.
Los
jóvenes se dieron cuenta de que habían llegado ya muy lejos con sus bromas y
dejaron tranquilo a Hirtio que recogió su cabeza entre las manos.
El sol se iba ya poniendo en la Roma eterna
y aquellos jóvenes dejaron a Hirtio, veterano soldado de Sertorio, sentado en
unas piedras que iban ya perdiendo el calor que el sol de la tarde les había
regalado.
Han pasado muchos siglos y un joven
sevillano, tras haber leído en la clase de latín la historia de la cierva blanca
de Sertorio, empezó a bosquejar una idea que años más tarde llevaría a cabo:
escribiría una leyenda cuya protagonista sería una corza blanca. En ese relato
recogería ese sentido mágico de la cierva de Hispania, pero eso ya es otra historia que, si la queréis
conocer, es mejor que la leáis escrita por la pluma de tan ilustre escritor
sevillano.
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