Gadir
se enjoyaba con el oro de la tarde mientras el océano, su amante, besaba
enloquecido sus murallas. El viento recorría las calles de la ciudad
escondiéndose en cada esquina, jugando por las calles de la Gades romana, y se
llegaba hasta la estatua con la que la ciudad, en el templo de Hércules, honraba
al hijo de Filipo II de Macedonia, el joven aquel que se llegó hasta el Indo,
el caudillo invicto, el gran rey que, con tan sólo treinta y tres años, había
conquistado la mitad del mundo conocido. Aquella estatua de Alejandro Magno
moraba en aquel templo que presidía aquella ciudad que habían fundado los fenicios con el nombre
de Gadir, esa isla con otras islas en cuyas tardes de invierno se veían pasar
los barcos que iban o venían del estrecho que, según los griegos, había abierto
Herakles separando dos peñones, el de Calpe y el de Abila, y en ellos había colocado aquel lema que ahora
los romanos repetían en su lengua: NON PLUS ULTRA. Sin embargo, no respetó
Hannón este lema y, allá por el siglo VI a. C. cruzó y tomó a Gadir como base
para circunnavegar África; tampoco lo respetó Himilcón cuando por esos mismos
siglos, cruzó con sus barcos y, haciendo de nuevo parada para cargar
provisiones y hacer aguada en la futura Cádiz, marchó camino de aquellas islas
extrañas en donde el estaño abundaba tanto que fácil era conseguirlo y llevarlo
de vuelta hasta las tierras fenicias, islas que aquellos viajeros llamaron Casitérides.
Al cabo de varios siglos, un griego, Eudoxio de Círico, tuvo la feliz idea de
circunnavegar África y llegarse hasta la India, la tierra aquella a donde los
soldados del gran Alejandro Magno temieron llegar y cuyos tesoros de oro y
plata despertaban la codicia de los mercaderes, de los navegantes y de los
monarcas. Eudoxo partió de Gades para esta expedición que, de llegar a las
tierras de la India, les ahorraría a los griegos los aranceles exagerados que
los monarcas ptolemaicos, descendientes de uno de los Diádocos, generales de
Alejandro, por nombre Ptolomeo, imponían de manera abusiva en las costas del
mar Rojo.
Hasta esa ciudad había llegado hacía
poco un joven cuestor con deseos de hacer fortuna y así poderse pagar un cursus honorum que lo llevara hasta el
consulado porque él, descendiente de
Eneas y, por tanto, de Venus, quería llegar a ser otro Alejandro y conquistar
para su urbe tantas tierras como el macedonio había conquistado para su patria.
Este joven cuestor había llegado para
ponerse a las órdenes de Cayo Antistio Veto, gobernador de la Hispania Ulterior
y pronto conocería a Lucio Cornelio Balbo, un rico comerciante gaditano que,
cada tarde, subía a su torre para desde ella ver si llegaban o no llegan sus
barcos cargados de mercancías que, bien negociadas, se acababan convirtiendo en
pingües riquezas para Balbo que había participado en la guerra entre Sertorio y
Pompeyo y había sido su dinero, sin duda, el que había cimentado el triunfo del
Magno. Al final de la contienda, le había recompensado, para él y para todo su
clan, con la ciudadanía romana y Balbo
vio que la romanización de Gades le convenía. Así que se dispuso a que la vieja
Gadir se convirtiera en Gades.
Conocidas eran las fiestas de esta
ciudad isleña en las que no faltaban las
bailarinas que alegraban con sus testudines los corazones de los comensales. No sólo la
Ulterior, sino la propia urbe se hacían lenguas de aquellas mujeres que
cantaban y bailaban en aquella ciudad remota cuyas murallas besaba ese océano
desconocido y oscuro, poblado de leyendas en las que se hablaba de ciudades
sumergidas y manzanas de oro.
Pero aquella tarde en que el viento
refrescaba el ardor inmisericorde del sol veraniego, el joven cuestor se había
ido llegando hasta la estatua de Alejandro que, con su juventud, le desafiaba pues
tenía el romano por entonces la misma edad que el macedonio.
En la soledad silenciosa que tan sólo
albergaba un susurro del viento que agitaba las velas del puerto para distraer
su aburrimiento, se oyó, de pronto, el llanto quejumbroso del joven cuestor. Sollozaba
sin tregua mirando a Alejandro como si quisiera recibir algún consuelo de la
muda estatua. Hasta algunos niños repararon en aquel llanto desconsolado que
resonaba en las paredes del templo de Hércules, el Melkart de los fenicios. Un
sacerdote, acercándose, le inquirió el porqué de su pena. Con palabras
entrecortadas, el joven cuestor le dijo que aquel hombre de la estatua, a la
misma edad que él tenía ahora, ya había conquistado la mitad del mundo, pero
que él tan sólo era un humilde cuestor en una apartada provincia del imperio.
Calló el sacerdote y pensó para sí que
aquel joven tan ambicioso tenía dos caminos: o bien se convertía en el hombre
que soñaba y ambicionaba ser, o bien se tenía que conformar con ser en la Urbe
un humilde ciudadano desempeñando una simple magistratura. Sólo los dioses sabían
el futuro de aquel joven y él no era adivino. Tan sólo por curiosidad, le preguntó
su nombre y el joven cuestor, secándose los ojos y aclarándose la voz que le
salía en una garganta herida por la pena y los sollozos, le reveló sus tria nomina. Y luego, saliendo del
templo, se fue para el foro de aquella ciudad que cada día era menos Gadir y
más Gades mientras el sacerdote del templo se volvía a sus quehaceres propios
de su cargo. Un turiferario del templo se acercó hasta él y, casi sin levantar
la voz, le preguntó por el nombre de ese apasionado joven cuyas lágrimas aún se
veían brillar en el enlosado. El sacerdote, volviéndose al servidor del templo,
le dijo en un latín pingüe y seseante : “Me ha dicho que siente pena porque, a la edad que él tiene, Alejandro ya había conquistado el mundo
conocido. Es el nuevo cuestor y me ha dicho que se llama Cayo Julio César.
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