Quizás
el nombre de José Luis Hidalgo diga muy poco a los lectores de poesía de ahora
mismo si es que todavía queda alguno, pero fue un nombre fundamental en los
años cuarenta. Su libro Los muertos
aparece en todas las antologías de la poesía de posguerra y siempre se lo cita
como un gran libro que revela a un autor que, muerto en plena juventud, podría
haber llegado muy, muy lejos. Amigo de José Hierro, santanderino y buen poeta,
tuvo la desgracia de contraer una enfermedad pulmonar, incurable entonces, que
lo llevó a la tumba lleno de proyectos y, pese al título de su libro, lleno de
vida. El libro de Hidalgo te sacude las entretelas del alma y plantea preguntas
que surgen en esas noches oscuras por las que todos pasamos. Cuando define a Dios “sólo como el ansia de
quererle”, vemos en Hidalgo ese anhelo de Dios tan propio de esos poetas de los
cuarenta y cincuenta. También Blas de Otero buscaba a ese Dios que le sajaba
los ojos vivos. Ya no hay Dios en la poesía porque a Dios, como dice Jiménez
Lozano, se lo han llevado a una residencia de ancianos. Eso sí, todavía algunos
lo vamos a visitar alguna tarde.
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