En aquellos años ochenta de
movidas y locura, no era difícil verlo en el autobús de La Unión que hacía el
recorrido Pontevedra – Cangas. Tenía el aspecto de un auténtico tejano con su
sombrero, sus botas y su corbatín de cintas, pero había nacido en Seixo y se
llamaba Manuel Outeda . En el trolebús que unía Marín con Pontevedra, aquel
autobús en el subíamos para ir a la capital con Paco Mateos y con Chiqui, este
vaquero gallego hacía su número de la puerta e imitaba los instrumentos de la
orquesta. Ya en los noventa, protagonizó un espacio de la Televisión Galega que
se llamaba Adeviña quén ven esta noite
y, junto a él, estaba el otro friki gallego del que os hablaré en otra entrada:
Vladimir Dragossám, para la literatura, Felipe Pintos para los amigos. Antes, los de Vivir cada día se lo llevaron a Washington a ver a Ronald Reagan.
El presidente americano, como es lógico, no lo recibió, pero John, todo
carácter como su homónimo Wayne, le dijo por la reja: Ti cho perdes. E quedouse
tan ancho. Era un tipo para una antología del disparate, pero tenía el buen
corazón de un niño grande. Su recuerdo me llena de la melancolía de la
adolescencia que se escapa y de la niñez perdida en alguna curva de la carretera
de Lapamán y me trae los olores del camino que bajaba hasta la playa mientras
el mar rompía tres veces en aquella playa por la que, según don Álvaro
Cunqueiro, galopó Tristán buscando a Isolda. ¡Gracias, John Balan, el hombre
orquesta! Aquellas noches de El Vergel vivirán en nuestra destrozada memoria de
hombres maduros.
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