Un niño se dirige hacia la catedral de Plasencia en
donde su tío-abuelo Joaquín es organista y maestro de capilla. Había nacido
este niño en Orellana la Vieja un 26 de abril de 1934 y desde muy pequeño había
mostrado muy buenas cualidades para la música. Esteban, que así se llama el niño,
ingresará con once años en el Conservatorio de Madrid en donde estudia con
Julia Parody Abad. Pero aquel niño extremeño, como los vencejos que recorrían
el cielo de Plasencia cuando iba a buscar a su tío, quería llegar más alto,
quería hacer del piano un territorio sagrado. Y se fue a París a estudiar con
Cortot y a la Academia de Santa Cecilia de Roma en la que estudió con Carlo
Zecchi. Esteban tuvo muchos premios y con tan sólo veinte años se estrenó con
la ONE en Madrid. A los premios nacionales, se le iban sumando los
internacionales: el Margarita Long de París en 1951; el Ferruccio Busoni en
Bolzano en 1953; el Alfredo Casella de Nápoles en 1954; el premio de Virtuosismo
de la Academia Romana de Santa Cecilia o la medalla Dinu Lipatti de la
Fundación Hariet Cohen de Londres.
El
niño que estudiaba con su tío- abuelo en Plasencia se jugaba la música en cada
interpretación, asumía unos riesgos de los que salía siempre ganador y el
oyente tenía la sensación de que Esteban tocaba en el filo de una navaja.
Cuando
le preguntaron Daniel Baremboim que cuándo iba a grabar la Iberia de Albéniz,
el maestro argentino dijo que, habiendo grabado Esteban Sánchez su versión, no
veía sentido a que lo hiciera él.
En el
año 1978, comenzó su labor como profesor de piano en el Conservatorio de
Badajoz y más tarde en el de Mérida del que llegaría a ser director al tiempo
que iba abandonando, con tan sólo cuarenta y cuatro años, su actividad como
concertista en las grandes salas de todo el mundo. El niño que cruzaba la plaza
de Plasencia era tan humilde que se conformaba con ser un simple profesor en su
tierra extremeña. Y como tal siguió hasta que un 3 de febrero de 1997, cuando
iba a impartir sus clases, la muerte que, pese a lo que diga el maestro
Saramago, no suele tener intermitencias, se lo llevó disfrazada de infarto de
miocardio.
Aquel niño,
por fortuna, nos ha dejado muchas grabaciones en el sello Ensayo y con el
podemos seguir viviendo su música que siempre suena en el filo de una espada
tan aguda como las alas de los vencejos que cruzaban las mañanas de Plasencia
cuando iba a aprender solfeo con su tío – abuelo Joaquín.
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