Para mí,
la clínica de la Concepción es una parte importante de mi vida: en ella, allá
por los años cincuenta, el doctor Cifuentes operó a mi abuelo Luis de una
piedra en el riñón; en los sesenta, mi tía Carmen, hermana de mi abuela Patro,
también pasó por la Clínica; a mi padre lo operaron en los setenta y mi madre,
en 1981, estuvo ingresada más de un mes y, durante ese mes, la habitación fue
también un poco mi casa. Desgraciadamente, cuatro años después, el Lupus
eritematoso diseminado que padecía no le dio más tregua y fallecería en la
habitación el día 30 de noviembre. Entre medias, consultas con mi madre y
consultas conmigo que, al filo de la adolescencia, me vino una hipocondria y me
estuvieron haciendo una exploración para ver que, finalmente, todo eran cosas
de la edad. La Clínica de la Concepción era en mi casa garantía de seguridad,
asidero seguro en los momentos difíciles, puerto en donde atracaban nuestras
angustias. Bastaba hablar con el doctor Masjuán, jefe de radiología, para que
las puertas de la institución médica se nos abrieran de par en par. Nunca
podremos pagar la generosidad de este médico que, allá por los setenta, tenía
un Aston Martin matrícula de Bilbao que nos tenía locos a los chicos del
barrio.
Esa
Clínica de la Concepción, llamada así por la esposa del fundador, Concepción
Rábago, había sido fundada en 1955 sobre lo que había sido la Fundación Rubio
por un médico madrileño, hijo de humildes padres, que había nacido un 9 de
febrero de 1898. La familia materna procedía de El Molar, un pueblecito de
Madrid en donde estaba la panadería de la Tole, que hacía unos milhojas de
doble capa absolutamente fastuosos. Tras
unos brillantísimos estudios, pero un tanto especiales pues tan sólo acudía a
las clases de Ramón y Cajal, Teófilo Hernando Ortega y Juan de Azúa Suárez y el
resto lo estudiaba en libros y en revistas médicas, concluyó su carrera con
premio extraordinario en 1919.
Pasa
don Carlos Jiménez Díaz a trabajar en el balneario de La Fuente del Toro en El
Molar y, mientras está en el balneario, hace su tesis doctoral. Don Carlos se marchó a Alemania y allí estudia en
Berlín y en Frankfurt auf dem Main. Catedrático en Sevilla con 24 años y con
veintiocho en Madrid en donde siguió siendo un maestro de maestros hasta su
fallecimiento.
Sin
embargo, don Carlos tenía ya en su cabeza la creación de un Instituto de
Investigaciones Médicas que comenzó su andadura en una de las las aulas de la nueva Facultad de
Medicina de Madrid en 1935. La Guerra Civil arrasa la Ciudad Universitaria y
don Carlos viaja a Londres y en San Sebastián dirige el Hospital Nuestra Señora
de las Mercedes. Acabada la Guerra y ya de regreso en Madrid, don Carlos sigue
con su fundación en una casa del barrio de Pacífico hasta que en 1955, como ya hemos dicho, abrió sus puertas la clínica que a la que pondría
el nombre de su mujer. Don Carlos ejerció un magisterio enorme sobre varias
generaciones de médicos que se formaron a su sombra. Sufrió una grave afección
en 1963 y, en 1965, una grave accidente de tráfico. Trabajador incansable,
acudía a su Fundación con su pajarita y con unas muletas y en su Clínica le sorprendió
la muerte un 18 de mayo de 1967. Los nombres de los médicos que trabajaron en
esa Fundación me son, por suerte o por desgracia muy familiares: Masjuán,
Cifuentes, Merchante, Gregorio Rábago, José Rallo, González Bueno, Cagigal,
Rallo Romero, Esquivel y un largo etcétera de enormes profesionales hacían que
en nuestra casa viviéramos un poco más tranquilos. Gracias a todos por su
inmensa labor.
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