jueves, 17 de enero de 2019

JULIO AUMENTE O MORIRSE ENTRE ARRAYANES



Desde hace muchos años, mi devoción por el grupo Cántico de Córdoba ha sido muy grande y, en mi santoral particular, tengo a poetas como Pablo García Baena, Ricardo Molina, Vicente Núñez ( que es posterior, pero que mantuvo relaciones con el grupo cordobés), Juan Bernier, Mario López y Julio Aumente. Le toca el turno a Aumente, amigo de García Baena y del psiquiatra Carlos Castilla del Pino, el humanista que nos contó su Pretérito Imperfecto. Julio Aumente tiene, según los críticos, dos época bien diferenciadas:

Hasta 1993, en que el poeta, con sus más y sus menos, está dentro de la estética del grupo con alejandrinos y endecasílabos, amores y desamores, un preciosismo barroco muy cordobés y el amor a la belleza junto con el dolor por el paso del tiempo. Sin embargo en 1993, Aumente publica un libro fundamental, El canto de las arpías, al que prologó Luis Antonio de Villena, su gran valedor.

Desde 1993 en adelante, Aumente cambia su poesía y se convierte en un poeta que, en versos descarnados pero que no pierden su lirismo nos introduce en un Madrid lumpen por el que pululan sus amores: Gianni o Rodolfo, el patinador. Lejos de esconder estos nombres en su almohada, Julio Aumente, con una valentía que le honra, no tiene reparos en confesar públicamente su amor. Es una poesía valiente, en ocasiones de dudoso gusto, pero siempre apasionante porque nada hay más apasionante que el amor.

         Cuando se nos fue, un 29 de julio de 2006, Julio Aumente había vuelto a su Córdoba natal en donde su hermana cuidaba un patio lleno de flores y arrayanes. Hasta para morirse tuvo gusto Don Julio.

Os dejo con un poema de su primera época:

Un cuerpo que se entrega no es difícil hallarlo.
Eso eras tú, un hermoso cuerpo divino y vivo.
Una breve cintura, un racimo dorado
en tus ojos brillando entre los ríos de Agosto.

Pero es fácil que un cuerpo fulja como una gema
si como amor se mira, con verdadero amor.
Amor y no esa débil pasión que muere a un tiempo
con el último goce de los cuerpos vencidos.

Para mí la palabra, para ti la caricia;
para mí la sonrisa y el arco de tus cejas,
para mí el fruncimiento de tu labio rosado,
superior, tibio, altivo, carnal, condescendiente.

Pero el amor no muere porque nunca ha nacido
en ti, que languideces al tocar de los dedos.
Tú buscas el secreto, la dulzura, el peligro
del momento robado al filo de las noches.

La amistad para ti, o el amor, eran sólo
nombres a que invocar en las horas perdidas.

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