Sabido
es desde siempre que Alejandro Magno, el hijo de Filipo II de Macedonia, una vez
que triunfó en la batalla de Gaugamela sobre Darío II, rey de los persas, se convirtió en el amo y señor
de Asia. Y Asia era – y es-, un mosaico de pueblos que responde cada uno a su
vez a una amalgama de razas y lenguas. Cuando en el siglo XVIII la arqueología
empezó a ser una ciencia y se empezaron a respetar - al menos en teoría- , las monumentos del pasado para proceder a su
estudio y no para usarlos en la construcción de palacios como se venía haciendo
desde muchos siglos tras, los franceses tuvieron el deseo de mirar hacia aquel
imperio macedónico, surgido de aquella tierra balcánica, y dieron en llamar a
cualquier conjunto heterogéneo con el nombre de Macédoine por semejanza a la heterogeneidad del continente
asiático. Y siguiendo este argumento curioso, cuando se pusieron a la tarea de
poner nombre a un postre que se había
puesto de moda en ese siglo y que consistía en frutas cortadas en trozos
pequeños en un almíbar ligero, pensaron que ese revuelto de frutas, cada una de
su padre y de su madre, tenía parecido con el mosaico de pueblos de los que
Alejandro de Macedonia había sido emperador. Y así nombraron a este postre macédoine que, traducido al español
quedó como macedonia y que, para los portugueses, se nombra como ensalada de
frutas. Una curiosidad para empezar el año.
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