Don Georg Solti era húngaro y formó
parte de aquella generación de directores cuya personalidad irradiaba desde el
podio hasta no sólo el patio de butacas, sino hasta la última localidad del
“gallinero”. Cuando Selz, Argenta, Celibidache, Berstein, Giulini, Solti o el
propio Karajan, con ese tupe que Dios le dio y que él se conservó, dirigían, se hacía un silencio, no de media hora, como
en el Apocalipsis de San Juan, sino de varios días. Fueron una generación de
directores de los que nunca, un buen aficionado a la música, se podrá olvidar.
Solti, nacido György Stern, había nacido en la
capital de Hungría en 1912. Su familia era judía y el padre decidió con buen
criterio cambiar el nombre a su hijo y germanizarlo: Georg. Después, le añadió,
en lugar de Stern, que señalaba su origen judío, el nombre de una aldea húngara:
Solti. Sin querer, don Móricz Stern le acababa imponer a su hijo el nombre
artístico con el que sería conocido. En
Budapest estudió con Ernö Dohnányi y los
renovadores Zoltan Kodaly y Bela Bartok. Un día, Georg, viendo dirigir a Erich Kleiber, tomó la
decisión de ser director de orquesta. No
obstante, era un gran pianista del que se conservan grabaciones tocando solo o
con otros acompañantes como Georg
Kulenkampff y diferentes sonatas para violín de Brahms o Mozart . Solti
fue un director muy querido en Londres, no
mucho al principio pues venía con la manera de hacer de Múnich, pero sí cuando
los londinenses se acabaron dando cuenta de que estaban ante un gran músico. Al
final, la misma reina Isabel le acabó concediendo la Real Orden del Imperio
Británico y, desde entonces, Solti fue Sir Georg Solti. También fue el gran director de la OSC, la
Orquesta Sinfónica de Chicago cuyas grabaciones son absolutamente
imprescindibles.
Solti
se nos fue en 1997, mientras descansaba en su casa de Antibes, viviendo de tal
manera que la muerte fuera una injusticia (como dijo Camus).
Por desgracia,
de toda esta pléyade de maravillosos directores, tan sólo alcancé a ver a
Solti. Fue una tarde en Madrid y tocó la octava de Beethoven y otras dos piezas
que no recuerdo ahora y tampoco ha lugar a que me ponga a tirar de archivo. Aquella
tarde noche, Solti nos tocó de propina la Egmont de Beethoven y todavía
recuerdo cómo sonaron aquellas trompetas en un pasaje de la obertura que
ensalzaba al héroe de los Países Bajos. Y también recuerdo cómo, don Goerg, nos
dijo, - según me tradujo un señor del público versado en lenguas anglosajonas,
que, aunque éramos el público más tosedor del mundo, nos iba a dar esa propina.
¡Pues anda que si llega a venir a Valladolid y se sube al podio del Auditorio
Miguel Delibes, que últimamente parece un hospital de tuberculosos, me le pega
un pasmo!
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