Quiero
hablaros hoy de un músico de esos que están en un segundo plano como esas
montañas que, sin ser los picos más altos de una región, nos guardan paisajes
inolvidables. Este músico, de nombre
Josef Myslivecek, nació en Praga un 9 de marzo de 1737. Era, por tanto, casi
veinte años mayor que Mozart que no nacería hasta 1756. Hijo de un molinero,
estudio con su hermano en un colegio de jesuitas en donde aprendió a leer y a
calcular, actividades necesarias para un buen molinero, pero también canto y
violín en donde el pequeño Josef destacó muy pronto. Los jesuitas vieron
enseguida que el hijo del molinero tocaba muy bien y le animaron a seguir por ese camino. En
1762, estrenaba en Praga seis sinfonías con un éxito tal que Josef pensó en
dedicarse para siempre a la música y dejar la rueda del molino para mejor
ocasión. Con una beca del conde Waldstein, parte para Venecia y decide quedarse
en Italia para siempre. Tuvo éxitos memorables con sus óperas y en varias de
ellas contó, con, ni más ni menos, que con Pietro di Metastasio como libretista.
Los italianos lo adoptaron y lo rebautizaron como Giussepe Venatorini, que debe
ser la traducción al italiano de su apellido;
pero no contentos con eso y, por
si fuera poco, le pusieron el sobrenombre con el que sería conocido en toda
Europa: il divino boemio. Martín
Llade, el gran donostiarra, nos ha contado el otro día que murió pobre, enfermo
y desfigurado por la sífilis aunque otras fuentes, más piadosas con el artista,
achacan la mutilación a un accidente que tuvo camino de Múnich invitado por el
Príncipe Elector del Palatinado, a la sazón Maximiliano I. Sin embargo, hay
algo en la vida del bohemio que no quisiera dejaros de contar.
Estamos
en Bolonia en 1770, con un Mozart de
catorce años y un Myslivecek de treinta y tres que ya había estrenado con gran
éxito IL Bellerofonte. El bohemio era ya miembro de la Academia
Filarmónica y el joven Mozart no tuvo sino palabras de elogio para el
compositor: “Rebosa vida, fuego y espíritu”. No se podía decir mejor, don
Wolfgang.
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