Hace muchos años,
tuve la suerte de conocer Covarrubias, en las tierras burgalesas de Mío Cid.
Dentro de la colegiata, hay una tumba con una campanita de la que cuenta la
tradición que, si una chica se quiere casar, deberá tocar la campanita y un
príncipe llegará a su vida. Y toda esta curiosa tradición viene porque la chica
que está enterrada es la princesa Cristina de Noruega, a la que mandaron para
España a casarse con un hijo del rey Alfonso X “El Sabio”. La muchacha, tras un
largo viaje por mar y por tierra, se llegó hasta Soria y, desde Soria, a Sevilla. A mí siempre me produjo una honda
pena esta pobre princesa que murió sin volver a ver las tierras de su norte, de
ese norte que también es el mío, de ese norte con el que yo soñaba en mi infancia
lejana. Estoy convencido de que Cristina murió de saudade en su jaula de plata del palacio sevillano en el que vivía.
Me he decidido a escribirle este poema por si alivio su espera de los crujidos
del bosque en primavera.
CRISTINA DE
NORUEGA
Nieve y fiordos
regresan a mis sueños
frente al viento
de fuego que enciende Sevilla.
De nada me valen
las altas palmeras,
ni el río que
lleva los barcos al mar
si no puedo
volver al blanco silencio del bosque.
No quiero esta
luz que araña mis ojos
claros y
profundos como el remanso de un río.
Sé que pronto
moriré añorando los días
de hielos oscuros
y auroras ocultas.
Caminante, si es
que un día pasas por mi tumba,
peregrino al azar
tu alma sin dueño,
en la santa
Covarrubias que besa el Arlanza,
recuerda que en
ella añora Cristina
los lentos
crujidos de la primavera del roble.
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