Veníamos
aquella tarde desde San Juan de Barcala, hermosa tierra de verdes prados y
dulces carballedas, allí en donde está ese carballo al que , como el Caronte virgiliano,
le cuadro aquella de “iam senex, sed cruda viridisque Deo senectus”. Nos había
servido el bueno de Salvador sus generosas raciones de bacalao al horno como no
se guisa en ningún lugar de España y, puesto que la tarde era larga, decidimos
llegarnos hasta Muxía atravesando las tierras que van teniendo en su rostro la
luz del fin del mundo. El mar rompía con furia cuando llegamos al santuario da
Nosa Señora da Barca, aquella de la que el cantar, tan bien cantado por
Rosalía, dice que “ten o Tellado de pedra; bien o pudera ter de ouro miña
Virxen se quixera”. No había aquel día “lanchas ben portadas con aparellos de
festa” ni “rapazas con refaixo e mantelo negro”, pero, al socaire de una tapia
de piedra, había un puestecillo de recuerdos y fotografías. Pegué la hebra con
su dueño, un hombre en cuyos ojos se reflejaba el mar que batía na pedra de
abalar y supe que era un gran fotógrafo gallego que, retirado de su ocupación,
se pasaba las tardes junto a su querido santuario. Quedé en escribirle y así lo
hice y, al poco, don Ramón Caamaño Bentín, del que llevo publicando fotos un
tiempo en Facebook, me contestó con otra carta que fue el comienzo de una
hermosa amistad que la muerte, esa vieja puta, se encargó de romper. Antes, un
día en que ya muy mayor, habitaba con su hija en Corcubión, me fui a tan bella
villa por mor de saludarlo, pero sus ojos ya miraban lejos del mar. Las
autoridades provinciales de educación pusieron su nombre al Instituto de
Enseñanza Media y él tuvo a bien regalarme un libro con su vida: nacido en
Muxía ( de donde le venía el apodo), estudiante de fotografía en Santiago con
uno de los mejores fotógrafos de los años veinte compostelanos, K-sado, don
Ramón había recorrido A Costa da Morte sacando fotos y llevando películas en
una barca para disfrute y solaz de los rapaces y de aquellas buenas gentes para
las que el mar era su pan nuestro de cada día. Se había casado con una señora
de Porto do Son y hasta se había llegado hasta París. Don Ramón era un gran
tipo como hubiera dicho de él aquel catalán de ley que se llamó Josep Pla i Casadevall.
Aunque
no aparezcas en las fotos que se pueden ver en Internet porque tan sólo se te
puede ver con los ojos del alma, yo sé que sigues, querido Ramón, poniendo tu
pequeño puesto junto a la Virxen da Barca y esperando a los turistas para
enseñarles tus fotos y decirle el día exacto en que “abalou a pedra”. Un día,
cuando este maldito confinamiento termine, me voy a llegar hasta aquel rincón
del fin del mundo y te voy a sacar una foto, una foto en la que aparezcan
claros y limpios, tus ojos llenos del mar de Fisterra. Cho prometo, Muxián.
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