Hace más
o menos un mes, os hablaba de la muerte de Stefan Zweig y de su mujer en la ciudad
brasileña de Petrópolis. Desde que lo empecé a leer, siempre me ha llamado la
atención por qué el novelista austríaco decidió quitarse la vida cuando tan
sólo quedaban tres años para que la Segunda Guerra Mundial acabara y Hitler se
suicidara en Berlín. La novelita de un médico francés, Laurent Seksik, me ha contado
lo que yo suponía: que Zweig no pudo resistir la angustia de ese cerco que lo
iba encerrando: la negra sombra del nazismo que, repito, de haber esperado dos años,
ya no hubiera hecho falta temer.
Sweig
salió de su Salzburgo, aquella ciudad maravillosa en donde vivía y a cuya
puerta llamaban los más conspicuos próceres de la cultura germana, y se dirigió
a Londres en donde vivió un tiempo y en donde se casó con Lotte, una chica
mucho más joven que él por la que había abandonado a su primera mujer, Frederike.
Sin embargo, un mal día recibió una carta en la que se le declaraba “enemigo de
Inglaterra” y el hombre que tanto había escrito sobre María Tudor decidió, al
verse convertido en un proscrito, marcharse a Nueva York. No estuvo mal en
Nueva York el matrimonio Zweig, pero la presencia de Frederike en la ciudad no
facilitaba las cosas. Lotte, pese a la presencia de la primera esposa de
Stefan, no lo pasaba mal porque por allí andaba su sobrina Eva. Pero Stefan no
para quieto y, como había estado un año antes en Petrópolis, ciudad fundada por
el emperador Pedro del Brasil para su mujer. Lepoldina de Austria, de la dinastía Habsburgo, y además había
escrito un libro que se llamaba Brasil,
país del futuro, decidió mudarse para aquellas tierras.
Petrópolis
era una pequeña Alemania, con calles de nombre alemán y con colonos de Renania.
Sin duda, iban a estar a gusto.
Un
día, Lotte volvió llena de entusiasmo:
los americanos habían entrado en la Guerra y, sin duda, Hitler iba a terminar
su sueño de locura y muerte; volverían , sí, volverían, - al año que viene en
Viena-, y hasta ella iba a dar a luz un hijo de Stefan. Era el cuento de la lechera,
Pero, cuando llegó a la habitación, le esperaba el ceño triste del escritor
porque los periódicos, junto a esa noticia que le había dado Lotte, estaban
llenos de noticias sobre los judíos deportados a los campos de concentración.
Y,
poco a poco, el cerco se iba estrechando: Río era un nido de espías alemanes y
Stefan hasta “vio” los titulares de los periódicos anunciando su muerte. De
nada le valió, como conjura de esa sombra negra, el ir a visitar a Bernanos
que, junto a su familia, moraba a trescientos kilómetros en dirección norte.
Notaba cómo el cerco se cerraba, cómo un día los nazis desembarcarían en Río y
se llegarían hasta Petrópolis; llamarían
a su puerta y se lo llevarían. Ya escuchaba las pisadas de sus botas por las
calles de aquel paraíso.
Quizás, como le dijo su buen amigo Feder, llevaba en su inconsciente aquel
ensayo que había hecho sobre von Kleist, el gran poeta alemán que decidió suicidarse con su segunda esposa. La vida tiene estas macabras coincidencias.
Sea
lo que fuere, el 22 de febrero de 1942, él y Lotte tomaron el veneno que
acabaría con su vida y el más grande escritor en alemán de la primera mitad del siglo XX, el
hombre que había superado en ventas al mismísimo Thomas Mann, escribía sus últimas palabras:
“Hemos
decidido, unidos en el amor, no abandonarnos”
Algunos
le han reprochado lo cursi de sus últimas palabras, pero, la verdad, no creo
que fueran momentos de afinar el estilo.
Repito
fue una pena porque al austríaco del bigotillo tan sólo le quedaban tres años y
Zweig habría podido seguir deleitándonos con su escritura. Pero el terror nazi
le pudo. Una pena, Herr Zweig.
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