Subiendo
un poquito la cuesta de Hermanos Bécquer, se llega a General Oraa. Ya conté en
otra entrada que en el número cinco de esta calle madrileña vivía el modisto granadino Miguel Rueda a
cuyas fiestas acudían las esposas de los próceres del régimen franquista y cuyos
perros veía yo salir de paseo guiados por un criado del modisto que era, como
el modisto, un mariquita andaluz de mucha gracia. Eran aquellos perros dos
galgos afganos que, según contaba el mariquita con insuperable gracia, regaban
con el “pis” los rincones del piso. Un día, el criado mariquita trajo de su
pueblo a un sobrino que también tenía mucha pluma. Si los perros eran o no
mariquitas no os lo puedo precisar. Bueno pues, si bajamos hacia la Castellana, en el número
tres de esta calle, que en este tramo es
ancha con dos carriles de subida y bajada, llegaríamos a la casa señorial de grandes balcones y cocheras
en el patio en la que habitaban, como es de ley, varios marqueses. A aquella
casa se acabó marchando Esteban, un portero que había venido de Polán, pueblo
toledano, para hacerse cargo de la portería
de Hermanos Bécquer 5 y que, un mal día (ahora os cuento por qué), se fue para
la otra casa, la de General Oraa, 3 porque, como le decía mi padre con gracia,
cada vez se iba acercando más a su pueblo. Esteban, que estaba deseando
jubilarse, lo hizo al cabo de unos pocos años en la casa de los marqueses y
regresó a su pueblo, pero disfrutó poco de la jubilación pues murió a los pocos
años. Carpe diem.
Esteban
tenía varios hijos y una hija que en el barrio la llamábamos Estrellita y que
algunas tardes se venía con nosotros la
Casa de Campo a montar en bicicleta. Decía que iba a ir al médico porque le
asustaban los latidos del corazón. No la volví a ver desde que su padre partió
de aquella casa para encontrarse con la muerte en su pueblo, famoso por los
polvorones. La mujer de Esteban se llamaba Juana y también era de Polán.
Siempre que hablaba, decía que Esteban era de “buenos paños” porque sus padres
eran labradores fuertes. Eran gente simpática y cariñosa ( como generalmente
todos los toledanos) y, cuando a mi padre le operaron del duodeno le regaló un
jamón, para que cogiera “sangre”.
En
el cinco de esa misma calle, había un centro del Opus Dei que se llamaba Belaña
cuyo director era un médico jovencito que trabajaba en La Paz con el marqués de
Villaverde que, por cierto, vivía a veinte metros, en el ocho de Hermanos
Bécquer. En esa misma casa, en la de la esquina de General Oraa, que era, tal y
cmo ya se ha dicho, la del modisto marquita
y los galgos afganos, habitaban los Valenciano, una familia muy conocida en el
Opus Dei, pero que eran muy déspotas con el pobre portero que habitaba en una
portería cuyas ventanas daban a la calle y nos señalaban a los chicos que ya se
terminaba la cuesta de Hermanos Bécquer. Recuerdo que un día el portero subió,
llamó para entregarles algo y el perro lobo que tenían le mordió al conserje en
sus partes. También bajaban con el perro por los árboles que daban sombra y dejaban
al perro hacer sus necesidades. No practicaban la caridad cristiana.
En
la esquina de General Oraa con la Castellana ( no Castellana como dicen ahora
con una hipercorrección porque el nombre de la avenida matritense hace alusión
a una fuente que llevaba ese nombre) estaba la casa del “grandón”, un portero
alto y desgarbado, que nos daba un poco de miedo. Aquella casa, aun estando
todavía de muy buen ver, la tiraron para hacer la sede de unos seguros. Recuerdo
el portalón grande con cristales y una parte ancha para que los coches ora de
caballos ora de ruedas, pudieran parar y los señoritos no se mojaran. Sic
transit gloria mundi.
La
verdad, me acabó de dar cuenta de que os hablo de los vecinos de aquella calle,
pero que nada os he contado sobre el general que le daba nombre. He contado
muchas cosas que no son, sino recuerdos de una infancia, de una calle perdida,
de unas acacias cuyos frutos yo recogía para el burro del trapero. Si no os
parece mal, lo dejamos para otra entrada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario