En
aquella España de los setenta, sólo los ricos comían marisco. Recuerdo haber
ido de la mano de mi abuela Patro a la casa de un médico de prestigio a llevarle una bandeja de
percebes, gordos como carallo d’home, con los que mi familia le obsequiaba al médico
por haberle operado a mi padre del duodeno con singular acierto. Pero los
pobres no los comíamos y tan sólo, años más tarde, los comí en el Marico de
Noia, pero, os lo puedo asegurar, no eran como los que le llevábamos en mi
infancia a aquel médico; aquellos eran, repito,
como carallo d’home. Cabe sacar la
conclusión que quizás los carallos de
home non son o que eran, pero no voy a ir por este camino. Seguimos con los
pobres y el marisco. Resulta que mientras el del bigote gobernó, se fue creando
una clase media y entonces, en los barrios obreros, empezaron a aparecer las
marisquerías, o mejor, los cocederos de marisco porque una cosa era, en Madrid
por poner un supuesto ( QUE no supositorio) , O Xeito o la Portonovo en la carretera
de La Coruña y otra muy distinta un cocedero en Aluche en donde se vendían las
gambas, los langostinos o los carabineros “ al peso”. También se añadían alguna centolla, los
percebes, las cigalas, las almejas y demás marisquiño.
Y entonces surgía la frase que he traído hasta este blog: “Joder, macho, me
pegué una mariscada el sábado con mi mujer”. Esa frase, puesta en boca de un
oficinista, de un fontanero o de un albañil, resume el ascenso de la clase
media con la España de Franco: ya no había que llevarse los langostinos de las
bodas envueltos en una servilleta; ya nos pegábamos una mariscada.
Los madrileños iban a Galicia a “pegarse
una mariscada” porque en Galicia “se comía bien y barato” y “oye, macho, te
comes unas centollas y unas cigalas que en Madrid costarían medio sueldo”. También
los armadores de Vigo se llegaban hasta la Menduiña, en Hío, para pegarse una mariscada porque tenían que
demostrar que Vigo era como Bilbao en donde al agua le llaman champagne. En “A
Centoleira”, mi querido restaurante de Beluso, reconocías a los madrileños (mi
amiga de Marín Sisa Santos Alfonso dixit) porque se pegaban la mariscada
mientras que los que sabíamos comer “ en gallego” nos dedicábamos a cosas de
pobres: unas sardiñas divinas o unos
chipirones guisados con maestría. Luego esos madrileños se pasaban el resto del
mes “xodiendo chinchos”, pero la
mariscada era sagrada. (Y me sale un pareado)
En los años primeros de este siglo XXI
e incluso antes, vinieron los Mercadonas, los Froiz, los DYA y los mariscos se
podían comer cualquier día del año. Y los que se pegaban las mariscadas
empezaron a tirar por otros caminos: catas de aceite AOVE, catas de vino o
comprar queso de Gamoneu del Puertu a ochenta
euros el kilo porque el paisano lo tiene en una cueva del puertu y sube con un caballo todos los
días a darles una vueltecita. Pida lo que pida el paisanu, se llevan el quesu
para contarlo luego en un bar de Arturo Soria y epatar a los compañeros. El
marisco se quedó demodé y decir lo de la mariscada se convirtió en una ordinariez
como el sueño de un Carpanta hortera y
vulgar. Además, con tanta mariscada en tiempo de veda, el marisco fue
desapareciendo y se puso a un precio prohibitivo. Quizás dejó de estar al alcance de las clases
medias que, como acabo de decir, se preocupaban de otras cosas. Si los ricos lo
siguen comiendo, eso es un arcano.
Todavía a alguien se le oye decir: “He
estado en O Grove y me he pegado una mariscada”. Y te parece que su voz sale de
lo más profundo de los años ochenta, de cuando los barrios obreros se llenaron
de cocederos y los albañiles, los oficinistas y los fontaneros llenaban el
suelo de caparazones de gambas que sonaban al pisarlas con un crujido mágico.
En esta España de pandemias,
mascarillas y espionajes de tres al cuarto, los obreros ya no viven como vivían
en aquellos tiempos heroicos y ahora lo heroico es llegar a fin de mes.
O tempora, o mores que decía Cicerón.
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