Cuando
leo al maestro Rubén Darío, lo recuerdo con ese traje de diplomático
nicaragüense con el que aparecía en mi libro de primero de BUP. El soneto de el
Toqui nos lo hacía leer todos los días nuestro profesor de literatura en
primero de BUP, Narciso Larreina Gainzaráin. Más cercano es este otro recuerdo
de Rubén, ya mayor, mirando al pueblo en donde nació su querida Francisca
Sánchez , Navalsaúz, en un busto que la buena elección de alguien colocó en los
jardines del Rastro en mi Ávila querida. A Rubén Darío voy y vuelvo siempre
porque es una fuente inagotable de musicalidad poética y de hermosura. Tanto me
da que me da lo mismo los claros cortejos como las oscuras tumbas: Darío es un
gran poeta, imprescindible en la literatura en castellano. Otra cosa es atribuirle
a él solo la introducción del modernismo en España pues en eso creo que
Salvador Rueda tendría algo que decir. Es difícil elegir un verso para poner en
el blog de mis pecados, pero de la lectura de este último libro que he leído de
él, El canto errante, obra que encantaba a don Vicente Aleixandre, os
dejo estos versos de otoño en el comienzo del verano. ¡Ah, se me olvidaba!
Rubén Darío fue también, durante muchos años, mi estación más cercana para
coger la línea cinco del metro madrileño. Ya que me pongo a contar cosas habrá
que contarlas hasta el final.
VERSOS DE OTOÑO
Cuando mi pensamiento va hacia ti, se perfuma;
tu mirar es tan dulce, que se torna profundo.
Bajo tus pies desnudos hay aún hay blancor de espuma,
y en tus labios compendias la alegría del mundo.
El amor pasajero tienen el encanto breve,
y ofrece un igual término para el gozo y la
pena.
Hace una hora que un nombre grabé sobre la
nieve:;
hace un minuto dije mi amor sobre la arena.
Las hojas amarillas caen en la alameda,
en donde vagan tantas parejas amorosas.
Y en la copa de Otoño un vago vino queda
en que han de deshojarse, primavera, tus rosas.
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