Ahora,
desde mediados de junio, es el tiempo de las cerezas. Sí, ya sé que el título de
la entrada lo usó Víctor Manuel en un disco recopilatorio,
pero me es igual porque es así: en estos días de junio las cerezas están en
sazón y el placer de comer sus carnes duras y jugosas no tiene parangón.
Conozco las cerezas del Jerte que son un prodigio en su tamaño y en su carne
recia y con jugo, pero tampoco le van a la zaga las de Ricla, en Zaragoza, cuya
carne tiene también esas características que la convierte en un manjar. Sin embargo,
hay que hacer un lugar especial para esas cerezas que brotan en algún cerrado
huerto de una vieja casa castellana y que, sin tener ni la carne ni el sabor de
las susodichas, tienen todo el misterio de un hortus conclusus. ¿Y qué decir de las cerezas del cementerio que
nos ofreció Gabriel Miró en uno de sus libros? En este primer verano, primavera
lo llamaban los romanos, dejadme en mi huerto comiendo cerezas mientras leo,
sin ir más lejos, a Pablo García Baena y me dejo cautivar por el olor de junio
que, como ya sabéis, es y será el olor de la felicidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario