Tras
la lectura de La niña de Luzmela, las
historia de esa huerfanita que es maltratada por la familia de doña Rebeca y
que será rescatada por ese príncipe en forma de médico que es Salvador, uno
podría pensar que doña Concha Espina había escrito un folletín al estilo de los
de Pérez Escrich y que, por tanto, estamos ante una obra de escaso nivel literario.
Sin embargo, no podemos hacer tal afirmación porque en literatura lo que debe
importarnos es el cómo se escribe y no el qué se escribe. Y así, aunque la obra
en cuestión tenga un argumento folletinesco, si su “modo” es “literario”
(utilizo estas palabras con sumo cuidado) podemos afirmar que estamos ante una
obra literaria. En La niña de Luzmela,
el paisaje se adapta a los sentimientos de la pobre huérfana y el estilo de
doña Concha, limpio, con un lenguaje elegante y con un punto de arcaísmo, dan
una pátina de buena literatura a un tema que, en otras manos, hubiera devenido
un folletín. Uno siente las fatigas de esta Cenicienta decimonónica y se alegra
con ese final feliz que espero que me perdonéis que os revele. Ya la nétigua no
vuela por los cielos de la niña y el amor de Salvador la protegerá para
siempre. Un bello final para una novela ambientada en el mundo cántabro. Y ,
por cierto, la nétigua, es la lechuza en el vocabulario de lo que en tiempos de
Concha Espina se llamaba La Montaña.
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