Maite Saso, rejoneadora,
caballista eximia y buena persona y amiga, me ha hecho el favor de prestar un
libro impagable: Alma herida, un
libro de Josephine Douet sobre los toreros y sus cornadas Cuando tenemos
todavía en los ojos y en el alma, la cornada de Víctor Barrio, ese joven maestro
(éste sí que lo es y no el otro, el impostor que se hizo pasar por tal). Nada
más leerlo, me ha recordado esa escena de Juncal,
la serie inolvidable de Armiñán, en que el padre le va enseñando al hijo el
mapa de su cuerpo cosido a cornadas y le va dando pelos y señales de cada una. La
cornada y el torero, el torero y su herida, el torero y la muerte. Lo temido y
lo deseado, la gloria y el dolor, el dolor y su superación por la voluntad. El
torero, pese a lo que digan los que ya sabemos, no es un asesino: es un
sacerdote que se ofrece voluntariamente a la muerte y que de ese encuentro hace
belleza, hace arte. El torero sabe que la muerte le espera cada tarde en las
astas del toro, pero se sigue entregando a su sacerdocio, haciendo frente a la
muerte, ésa de la que huimos los que no somos toreros. El torero, como decía
Celaya, mira cada tarde “los ojos fríos de la muerte”. Y cuando tal proeza se
ha hecho, ya nada puede ser igual. Como dice Bartabas “estos hombres son
artistas; su única búsqueda frente al miedo insidiosos y la fuerza bruta, se
llama elegancia, la elegancia de tontear con la muerte y no hablar de ello.” El
torero es un artista interior, en el que, más que ver, hay que sentir lo que se
ve.
Ya
sé que hay otros que los llaman asesinos, pero de esa gente mejor no hablar. Dejadlos
con su sensibilidad impostada, muy similar a la de los cenetistas de la Guerra
Civil que el domingo, en una excursión campestre, se embelesaban con el canto
de los pájaros y el lunes daban el paseo a unos cuantos hasta las tapias de un
cementerio. Dejadlos con su sensibilidad de aquellas viejas de las que decían
Valle Inclán que se creían que el paraíso era un kermés con churros a donde podrían
vivir con su gato.
En
un mundo de niños criados entre algodones, entre terapias de psicólogos
“pelotudos” y recetas de psicofármacos; en un mundo donde se evita el dolor a
toda costa y en donde se intenta evitar a la muerte mediante una diversión sin
sentido que actúa como un estupefaciente; en un mundo donde no se sabe vivir la
vida porque no se sabe vivir la muerte, hay unos hombres que ofrecen todas las
tardes su cuerpo como hostia limpia, que hacen de este sacrificio belleza y que
del encuentro entre la fuerza y la elegancia, entre la muerte y la gracia del
arte, consiguen extraer lo inefable. Yo a esos hombres los admiro y, con su
ejemplo, me hacen llevar mejor la herida, siempre abierta, de la muerte. La
vida es mortal, pero hay hombres que de eso hacen un arte. Que no me los llamen
asesinos, por favor.
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